La Vanguardia

Más sagrada que familia

- Núria Escur

Como dijeron que el domingo pasado se acababa el mundo decidí pasarlo en la Sagrada Família. Como apocalipsi­s parecía suficiente­mente heroico. En el barrio donde vivieron durante décadas mis padres los taxistas se quejaban, clamando al cielo hasta el último pináculo de la magna fachada, porque son los únicos que esperan un rebrote: el del turismo.

Entre los pocos cuentos que nos dejó Ruiz Zafón, publicado en La

Vanguardia, hay uno que relata cómo un joven arquitecto decide llevarse a Gaudí a dar una vuelta por Manhattan. El aspirante a discípulo le pregunta al maestro si sabe lo que es un rascacielo­s. “Bobadas –responde Gaudí–, los rascacielo­s son como catedrales pero para gente que, en lugar de creer en Dios, cree en el dinero”.

El recorrido por la manzana sigue siendo el mismo, pero, a media mañana, donde antes había un hormiguero multirraci­al espiritoso prima un erial. Erial mudo. El O’grove cerrado, Football Addicts cerrado, Els Porxos también. Me salto Lladró y Majorica. Por la puerta del templo, donde se instala la gitanilla joven, informan de que solo puede visitarse la cripta y en horario de misa. A las 18.30 h hay una. “El resto, para septiembre…”, aventura la vigilante de seguridad.

Desculpabi­lizarte es sanísimo. Nunca podré agradecer suficiente­mente a Oriol Bohigas que un día me dijera con cara de Geppetto, ya entrada la década de los ochenta, que la Sagrada Família le parecía una “mona de Pascua” –tal cual– y que tamaño despropósi­to, engordado por intereses de unos y otros, habría que derruirlo. Menudo peso nos quitó de encima. De eso han pasado bastantes primaveras, Bohigas roza los 95 y la Sagrada Família sigue en pie. Con aspecto de barro sucio pero alzada, dignísima, en su propósito.

En la avenida que lleva el nombre del arquitecto anacoreta y modernista, apenas cuatro mesas ocupadas por autóctonos. Eso sí, te siguen cobrando diez euros por un plato de calamares a la andaluza y los camareros también miran al cielo, a la cúpula del templo, como si de esa altura tuvieran que caer, despeñados, turistas a mansalva.

Milagros, milagros turísticos para regatear. Y cuando todo parecía apuntar hacia el desastre, el milagro llegó en forma de guiño doméstico. Ahí estaban. Los tenderetes artesanale­s, la miel de Can Mallofré y la carne de Can Cruells, aroma, panceta, el pastel de queso y el bull blanc en la avenida. Volvían los de siempre, que esos no fallan. Me doy cuenta de que va a ser muy difícil que el mundo se acabe.

Y Bohigas dijo con cara de Geppetto que el templo le parecía una mona de Pascua

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