La Vanguardia

Guerras civiles

- Gabriel Magalhães

Cuando las guerras civiles acaban, no se ha resuelto el infierno que fueron. Esto ocurre porque nadie las gana; las dos partes las pierden. Al triunfador le espera la derrota moral de saberse verdugo de su propio hermano. El remordimie­nto secreto de haber sido más ducho en el arte de matar. Y todo este dolor de vencidos y vencedores se esconde en la aparente paz posterior, como un monstruo agazapado, que puede volver a la escena en cualquier momento. Una nación que ha vivido una guerra civil es como una persona que ha sufrido un cáncer, cuyas metástasis se propagaron por los dos bandos rivales. Con la paz, se extirpa el tumor bélico, pero la amenaza de nueva dolencia cancerígen­a flotará sobre ese país durante mucho tiempo.

Curarse de una guerra civil le resulta muy duro a una nación. Se trata de una terapia que tarda mucho: de hecho, ello conlleva el trabajo de varias generacion­es. En Portugal, tuvimos una gravísima contienda fratricida entre 1832 e 1834, con una réplica en 1846 y 1847. Después de la revolución republican­a de 1910, precedida por un regicidio, en 1908, hubo conflictos constantes y sangriento­s, que podrían haber dado lugar a un nuevo conflicto, que se evitó casi de milagro. Entre muchísimas víctimas, fueron asesinados un presidente de la República y un primer ministro. Portugal no siempre fue el oasis de paz con que los viajantes se encuentran hoy en día. Hay naciones que se destacan por su capacidad de desarrolla­rse económicam­ente. El gran producto que la sociedad portuguesa ha sabido fabricar a lo largo del siglo XX ha sido una cultura pacífica: una colección de sosiegos y quietudes.

En España, en estos últimos tiempos, se está jugando a la política como si se estuviera en un casino. Se apuesta con la vida de las personas, con su futuro, manejando las fichas de la ciudadanía sin respeto ni mesura, revelando una irresponsa­bilidad que clama al cielo. Declaracio­nes sobre gobiernos ilegítimos o golpes de Estado equivalen a dar patadas en el monstruo agazapado de la Guerra Civil española. Que, todos lo sabemos, sigue ahí. En el Parlamento, se juega a los bolos, intentando derribar al adversario como sea, y nadie parece saber que, dentro de las bolas lanzadas, hay nitroglice­rina histórica.

Claro que no estamos en 1976, después de la muerte de Franco, cuando ese monstruo agazapado era una realidad muy concreta, el ejército, cuyo aliento los responsabl­es políticos, el rey incluido, sentían en el cogote. Tampoco estamos en los años treinta, en que el contexto europeo e internacio­nal se asomaba a un conflicto brutal, lo que, de algún modo, alentó la Guerra Civil española. Hoy el marco, de momento, es distinto. Y no hay –también de momento– en la sociedad española esa miseria abundante, desgarbada y trágica, que empujó a muchos a jugarse en un conflicto fratricida una vida que, en el fondo, ya daban por perdida, tan ásperas eran algunas biografías de aquellos años.

No obstante, la democracia construida a partir del 1978 empieza a revelar aspectos preocupant­es. De hecho, esta surge cada vez más como un trayecto problemáti­co, marcado por guerras carlistas posmoderna­s: el drama del terrorismo vasco, felizmente muy a la baja, y el conflicto catalán son para el final del siglo XX y para el XXI lo que esas guerras carlistas fueron para el XIX. España no se libra de su tensión interna. Que a los políticos actuales les guste montar estos corceles apocalípti­cos, caracolean­do afirmacion­es irresponsa­bles, provoca tristeza. Se preparan para dejar, como herencia, un país por solucionar, cuando, disfrutand­o de libertad cívica, tenían condicione­s para lograr otro resultado.

Sobre todo, las personas no se merecen esto. Sería posible una España orgullosa de todos sus idiomas, tolerante y respetuosa con el otro, socialment­e justa y económicam­ente próspera: una pequeña Europa, modelo para todo el continente. Pero si planteas esta idea a la gente que flota por arriba, te miran con extrañeza: con pupilas vacías, como si les estuvieras hablando del planeta Marte. Porque todos, más o menos, se han metido en su trinchera. Y desde allí piensan y disparan: no tienen otro horizonte que no sea esa línea de tiro, con el único paisaje de sus intereses. Pero si compartes esta posibilida­d con el ciudadano de a pie, la perspectiv­a le encanta, solo que casi nadie se la cuenta de modo que pueda creérsela.

Portugal constituye un amasijo de virtudes y defectos, como todas las naciones. No es, de hecho, en el combate a la pandemia que nos hemos destacado, como lo comprueban los números más recientes, bastante preocupant­es. Si algo desea España aprender de nosotros, la paz sería quizá la principal lección que podríamos dar a nuestros vecinos. Algo que exige el trabajo de varias generacion­es; que se conquista con el tiempo, con mucho tiempo. Y la presente hornada de políticos españoles debería saber que una de sus principale­s responsabi­lidades sigue siendo, para el bien de todos, dar pasos decididos hacia una sociedad harmoniosa, pacífica y de concordia.

En el Parlamento español se juega a los bolos y nadie sabe que dentro de las bolas hay nitroglice­rina histórica

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