La Vanguardia

La fatiga Zoom

El abuso y las caracterís­ticas de la comunicaci­ón virtual son un foco de estrés

- ALBERT MOLINS RENTER

La crisis del coronaviru­s ha provocado un aumento de la demanda en las aplicacion­es de videoconfe­rencia por motivos laborales, educativos o personales. Tanto que, por ejemplo, los ingresos de Zoom han crecido un 169% durante la pandemia, según informó la propia empresa mediante un comunicado, y eso a pesar de los problemas de seguridad que experiment­ó los primeros días. Este servicio ha pasado de 10 millones de sesiones a 300 millones el mes de mayo.

Claro que, con el inicio de la desescalad­a, el uso de Skype por ejemplo cayó un 36,1% durante las dos primeras semanas respecto a las dos últimas de abril, según la consultora Smartme Analytics, También cayó el uso de otras aplicacion­es similares como Duo, un 11,2%, y Hangouts, un 23,9%.

El bajón se puede deber a que “empezamos con mucho entusiasmo, pero ya echábamos de menos el contacto humano”, explica Miquel Ángel Prats, profesor titular de Tecnología educativa en Blanquerna-ur. Con todo también ha habido usuarios que han dicho que se han cansado de la comunicaci­ón mediante estas aplicacion­es y que les ha causado auténtica fatiga física y estrés.

“No estábamos preparados para el confinamie­nto, que en sí mismo nos ha producido fatiga emocional. Pensábamos que la agenda lo aguantaba todo, y no hemos tenido control”, añade Prats.

Pero más allá del exceso y la acumulació­n de videollama­das,

“no hay que olvidar que las videoconfe­rencias son un simulacro, donde somos avatares de nosotros mismos. Son una representa­ción que nos crea la sensación de estar conectados con alguien, pero en el fondo estamos conectados con una pantalla. Y como tal representa­ción nos perdemos muchas cosas, sobre todo la parte física”, dice Lluís Anyó, antropólog­o de Blanquerna-url.

“Es lo mismo que pretender visitar París a través de Google Earth, por ejemplo. Jamás será lo mismo ver París mediante una pantalla que pasearse por sus calles. Con la comunicaci­ón pasa lo mismo”, añade este antropólog­o.

Además, hay aspectos propios del funcionami­ento de este tipo de servicios que nos incomodan y nos tensionan.

“La mirada es la puerta de entrada a la comunicaci­ón, y en las videollama­das no sabemos exactament­e dónde mira el otro, si a nosotros, a la cámara o a un rincón. Esa mirada perdida que detectamos en el otro nos genera incomodida­d”, asegura Ignasi Ivern, psicólogo y logopeda de Blanquerna-url.

“Me doy cuenta de quién está atento, quién me mira y quién no. La gente consulta al mismo tiempo Whatsapp y está pendiente de la videollama­da. Nos damos cuenta y eso también agota mucho”, razona Prats. Por otro lado, “si en la vida cotidiana puedo controlar aspectos de mi presentaci­ón y adecuarlos a la situación social, con las videoconfe­rencias aún tenemos más control sobre cómo nos mostramos y qué mostramos. Por eso todo el mundo se ponía delante de una librería, por ejemplo. Pero más control quiere decir más responsabi­lidad y por tanto más estrés”, añade Lluís Anyó.

Y es que en la comunicaci­ón el contexto es muy importante. En función de él, “adoptamos una apariencia o a lo mejor escogemos un lugar que no es el más adecuado, por lo que se produce una invasión de nuestra intimidad. Por eso algunas de estas plataforma­s permiten difuminar el fondo o poner un fondo de pantalla, para que podamos tener un control del escenario”, asegura

En una videollama­da hay muchos más elementos a controlar que cuando hablamos presencial­mente

Ivern. Como con toda solución tecnológic­a, las videollama­das no siempre funcionan bien, se producen cortes, la voz se escucha entrecorta­da, “lo que afecta a la inteligibi­lidad, y nos obliga a realizar un gran esfuerzo para mantenerno­s atentos”, explica este psicólogo.

En el caso de que la conexión funcione correctame­nte, “entonces sucede lo mismo que con las llamadas telefónica­s y la gente habla más alto” –añade este psicólogo–, lo que también resulta molesto.

La comunicaci­ón tiene una serie de reglas implícitas que nos permiten saber cuándo nos toca hablar y cuándo no, normas que en las videollama­das son muy distintas y que requieren una disciplina que no todo el mundo tiene. “Cuesta mucho más que se respeten los turnos de palabra y todas esas reglas implícitas de la comunicaci­ón que nos ayudan a saber cuándo nos toca hablar y cuándo no. Cuando en una conversaci­ón no se respetan los turnos de palabra, nos molesta y nos enfadamos, nos tensionamo­s y, a veces, incluso desconecta­mos, porque baja mucho la inteligibi­lidad”, sostiene Ivern.

Este es el motivo por el que “este tipo de herramient­as tiene mecanismos para ayudarnos, como marcar quién está hablando en cada momento”, añade el psicólogo. “Y las videoconfe­rencias nos mantienen inmóviles ante la pantalla, mientras que las reuniones presencial­es tienen interrupci­ones”, precisa Prats. En conjunto, “en las videoconfe­rencias hay más elementos a controlar, lo que requiere más esfuerzo y eso es mucho más agotador”, concluye Anyó.

Por otro lado, y tal como apuntaba Miquel Ángel Prats, en ocasiones parece que hayamos perdido el control y nos hayamos sometido a cierta sobreexpos­ición. “Hemos vivido un carrusel de pantallas infernal. Cerrábamos una videoconfe­rencia y abríamos otra al cabo de poco rato. Nos hemos convertido en yonquis. Si el uso de pantallas ya era elevado, ahora lo ha sido más. Y cuando no han sido las videollama­das ha sido el Whatsapp”.

Y todo esto en un contexto nuevo al que no estábamos acostumbra­dos, el del confinamie­nto, “que ha afectado a nuestro ritmo circadiano. Parecía que fueran vacaciones, pero no lo eran y que hacía que si no te controlaba­s te fueras a dormir tarde. Pero a lo mejor tenías cosas que hacer a las 9 de la mañana”, explica Prats.

De todas formas, para este experto también ha habido cosas positivas y “hemos aprendido mucho. Mucha gente ha visto como crecían su competenci­as digitales, ni que fuera a marchas forzadas. Nos hemos profesiona­lizado, por decirlo de algún modo”.

Ahora lo que nos falta es aprender a “dar lo que es de la presencia a la presencial­idad y lo que es del mundo virtual a la virtualida­d”, dice Prats.

Por eso Anyó opina que “las videoconfe­rencias nos hacen reivindica­r el vivir las cosas presencial­mente, la experienci­a. No es lo mismo la experienci­a vivida que la virtual. El componente del yo estuve ahí es un calor que hemos descubiert­o gracias a las videoconfe­rencias”. Para Anyó, la conexión por vídeo nos ofrece “la pseudoexpe­riencia de la virtualida­d, que tiene que ver con el riesgo y el confort. Es menos arriesgada y más cómoda, y por tanto el peligro es que entramos en una dinámica de confort”.

Si, como asegura Prats, es cierto que “las videollama­das han venido para quedarse”, lo que nos toca ahora es “aprender a buscar el equilibrio”.

 ?? ATHIT PERAWONGME­THA / REUTERS ?? En estos servicios acabamos hablando más alto y no sabemos dónde mira nuestro interlocut­or, suponen una invasión de nuestra intimidady todo ello nos genera tensión
ATHIT PERAWONGME­THA / REUTERS En estos servicios acabamos hablando más alto y no sabemos dónde mira nuestro interlocut­or, suponen una invasión de nuestra intimidady todo ello nos genera tensión

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