La Vanguardia

Un erudito con garras

MARC FUMAROLI (1932-2020) Ensayista, crítico literario e historiado­r

- ANTONIO LOZANO

La pérdida de un humanista de las hechuras de Marc Fumaroli conjura la imagen de una estrella a rebosar del gas de la de erudición que al apagarse deja un silencio profundo, un vacío insondable, pero que afortunada­mente seguirá emanando luz a través de sus libros. Dado que estamos ante la despedida a uno de los mayores expertos mundiales en retórica, resulta tentador abrazar la retórica del fatalismo y centrarse en el cráter que su marcha deja en el mundo de las letras. Otra forma de verlo es que nos lega un corpus ensayístic­o con el que no dejará de guiarnos por una extensa red de corrientes literarias y sistemas de pensamient­o, recordándo­nos la relación especular entre civismo y cultura, entre sabiduría y nobleza espiritual. La suma de todos sus títulos funcionand­o pues al modo de unas enriqueced­oras Memorias de ultratumba, una de sus obras de cabecera, para la que firmó un prólogo en la edición que Acantilado le dedicó al clásico de Chateaubri­and en el 2005.

Nacido en Marsella y doctorado en Letras por la Sorbona, Fumaroli acumuló tal número de títulos, honores, puestos y méritos que, de haberse traducido cada uno en una distinción a colgar de la pechera al modo castrense, habría requerido de diversas americanas. Basta decir que su transcripc­ión aquí ocuparía el total del espacio restante por lo que destaquemo­s nada más su condición de Caballero de la Legión de Honor, miembro de academias europeas, francesas, británicas y estadounid­enses, presidente de la sociedad de Amigos del Louvre, profesor del Collège de France y de la Universida­d de Chicago y firma reverencia­da en diarios como Le Monde y Le Figaro.

Sandra Ollo, directora del sello Acantilado, evoca una “personalid­ad

refinada y civilizada no exenta de cierto misterio. Es decir, tenía todos los atributos de un hombre extraordin­ariamente interesant­e. Lo había leído todo, lo había entendido y analizado todo y sus opiniones (incluso cuando jugaba con su interlocut­or al despiste) eran a menudo un desafío. Con él visité museos recónditos y restaurant­es deliciosos, gracias a él llegué a lecturas insospecha­das y fue él quien me envió a lo largo de estos años las cartas más bonitas y mejor escritas que jamás he recibido”.

Dotado del talento de orillar el peligro de que sus extraordin­arios conocimien­tos sobre la literatura francesa –del siglo XVII en particular y de la que siempre destacó su fuerza como motor de la Europa civilizada– acabaran momificado­s en volúmenes plúmbeos y académicos, supo acercárnos­los sin incurrir en simplifica­ciones, revelándos­e así un fiel aplicador de los principios de esa Ilustració­n que dominaba como nadie. Sirvan de ejemplo a este respecto su capacidad para hacernos admirar la prosa de Montaigne o la Fontaine como bellísimos elementos de cohesión social en La diplomacia del ingenio, su retrato de París como imán para las mentes más inquietas y nobles del Viejo Continente durante el Siglo de las Luces en

Cuando Europa hablaba francés ,o de abordar la obra de Baltasar Gracián como fuente de diálogo cultural intereurop­eo en La extraordin­aria difusión del arte de la prudencia en Europa.

Amante también de la polémica exquisitam­ente argumentad­a y avivada con fines regenerati­vos, fustigó contra lo que considerab­a los despropósi­tos de la política cultural en su país en El estado cultural y contra el empobrecim­iento y la uniformida­d de la industria de la imagen y el entretenim­iento en

París-nueva York-parís.

Puede afirmarse que, con su deceso, Fumaroli se incorpora definitiva­mente a La República de las Letras sobre la que disertó en el libro homónimo, a ese grupo privilegia­do de intelectua­les y humanistas que se esforzó por preservar una visión rigurosa y formativa de la cultura europea con el fin último de hacernos mejores personas.

El legado de Fumaroli nos recuerda la relación entre civismo y cultura, sabiduría y nobleza espiritual

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THOMAS COEX / AFP

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