Un erudito con garras
MARC FUMAROLI (1932-2020) Ensayista, crítico literario e historiador
La pérdida de un humanista de las hechuras de Marc Fumaroli conjura la imagen de una estrella a rebosar del gas de la de erudición que al apagarse deja un silencio profundo, un vacío insondable, pero que afortunadamente seguirá emanando luz a través de sus libros. Dado que estamos ante la despedida a uno de los mayores expertos mundiales en retórica, resulta tentador abrazar la retórica del fatalismo y centrarse en el cráter que su marcha deja en el mundo de las letras. Otra forma de verlo es que nos lega un corpus ensayístico con el que no dejará de guiarnos por una extensa red de corrientes literarias y sistemas de pensamiento, recordándonos la relación especular entre civismo y cultura, entre sabiduría y nobleza espiritual. La suma de todos sus títulos funcionando pues al modo de unas enriquecedoras Memorias de ultratumba, una de sus obras de cabecera, para la que firmó un prólogo en la edición que Acantilado le dedicó al clásico de Chateaubriand en el 2005.
Nacido en Marsella y doctorado en Letras por la Sorbona, Fumaroli acumuló tal número de títulos, honores, puestos y méritos que, de haberse traducido cada uno en una distinción a colgar de la pechera al modo castrense, habría requerido de diversas americanas. Basta decir que su transcripción aquí ocuparía el total del espacio restante por lo que destaquemos nada más su condición de Caballero de la Legión de Honor, miembro de academias europeas, francesas, británicas y estadounidenses, presidente de la sociedad de Amigos del Louvre, profesor del Collège de France y de la Universidad de Chicago y firma reverenciada en diarios como Le Monde y Le Figaro.
Sandra Ollo, directora del sello Acantilado, evoca una “personalidad
refinada y civilizada no exenta de cierto misterio. Es decir, tenía todos los atributos de un hombre extraordinariamente interesante. Lo había leído todo, lo había entendido y analizado todo y sus opiniones (incluso cuando jugaba con su interlocutor al despiste) eran a menudo un desafío. Con él visité museos recónditos y restaurantes deliciosos, gracias a él llegué a lecturas insospechadas y fue él quien me envió a lo largo de estos años las cartas más bonitas y mejor escritas que jamás he recibido”.
Dotado del talento de orillar el peligro de que sus extraordinarios conocimientos sobre la literatura francesa –del siglo XVII en particular y de la que siempre destacó su fuerza como motor de la Europa civilizada– acabaran momificados en volúmenes plúmbeos y académicos, supo acercárnoslos sin incurrir en simplificaciones, revelándose así un fiel aplicador de los principios de esa Ilustración que dominaba como nadie. Sirvan de ejemplo a este respecto su capacidad para hacernos admirar la prosa de Montaigne o la Fontaine como bellísimos elementos de cohesión social en La diplomacia del ingenio, su retrato de París como imán para las mentes más inquietas y nobles del Viejo Continente durante el Siglo de las Luces en
Cuando Europa hablaba francés ,o de abordar la obra de Baltasar Gracián como fuente de diálogo cultural intereuropeo en La extraordinaria difusión del arte de la prudencia en Europa.
Amante también de la polémica exquisitamente argumentada y avivada con fines regenerativos, fustigó contra lo que consideraba los despropósitos de la política cultural en su país en El estado cultural y contra el empobrecimiento y la uniformidad de la industria de la imagen y el entretenimiento en
París-nueva York-parís.
Puede afirmarse que, con su deceso, Fumaroli se incorpora definitivamente a La República de las Letras sobre la que disertó en el libro homónimo, a ese grupo privilegiado de intelectuales y humanistas que se esforzó por preservar una visión rigurosa y formativa de la cultura europea con el fin último de hacernos mejores personas.
El legado de Fumaroli nos recuerda la relación entre civismo y cultura, sabiduría y nobleza espiritual