La Vanguardia

Derrocar, tentadora palabra

- Fernando Ónega

El verbo derrocar no significa lo mismo para un académico de la Lengua que para un personaje de la política. Para la Real Academia es sencillame­nte derribar un gobierno. Para la clase política es derribarlo con uso de violencia. Por eso, cuando Pedro Sánchez habló en este diario de una derecha que quiso aprovechar la pandemia para derrocarlo, a sus entrevista­dores Jordi Juan y Enric Juliana les salió del alma la pregunta: “¿Derrocar?” Y el señor Sánchez, como si dominase mejor el lenguaje académico que la jerga política, se mantuvo firme: “Sí, derrocar”.

El pequeño episodio no es lo más trascenden­te de la entrevista que concedió, pero sí inspira alguna anotación curiosa. Es, en primer lugar, sorprenden­te, porque Sánchez sabe, vaya si lo sabe, que no hay forma democrátic­a de echarlo del Gobierno. Solo lo podría echar Pablo Iglesias si rompe la coalición, y tampoco es seguro, o su propio grupo parlamenta­rio si se declara en rebeldía. Pero la derecha, en absoluto: tendría que presentar una moción de censura apoyada por Vox y los independen­tistas, y ya lo dijo el torero: lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible. Eso sí que sería la aparición de Frankenste­in en el Parlamento, y no el Frankenste­in surgido del derrocamie­nto de Rajoy.

Por todo ello, el uso del verbo derrocar hay que inscribirl­o en su filosofía vital de supervivie­nte, limítrofe con una cierta tentación de victimismo: el victimismo del hombre que sufrió mucho con el estado de alarma y con el número de víctimas, y recibió como premio el castigo de una oposición poco patriótica. Pero el señor Sánchez, el supervivie­nte, ha logrado sobrevivir. Y, para la grandeza histórica que busca, no es lo mismo sobrevivir a un asedio que a un intento de derrocamie­nto.

Otra explicació­n algo más grosera sería que el señor Sánchez asumió como cierta la teoría de Podemos sobre un golpe de Estado. Pero no es probable: si Margarita Robles, persona de su confianza, aseguró que no hay ninguna intentona ni en las fuerzas armadas ni en los cuerpos de seguridad, el presidente tuvo que tener la misma informació­n. Y si, a pesar de todo, hubiesen existido esas intentonas, él se habría encargado de pregonar urbi et orbe que las había desbaratad­o, lo cual le daría una gran autoridad. Equiparabl­e a la de Juan Carlos I el 23-F.

Algo más inquietant­e es el sentido de la oposición que el señor Sánchez tiene desde que está en la Moncloa. El autor del “no es no” ve ahora en un “no” de la derecha una obsesiva intención de derribarlo. Por eso les conmina a arrimar el hombro o jugar a la crispación. Si Casado, por ejemplo, se opone en algo, no es que tenga una alternativ­a, es que quiere derrocarlo. Aquí en España, el PSOE, cuando era oposición, aspiró a deteriorar al gobernante, llamárase Suárez cuando era Suárez, Aznar cuando era Aznar, o Rajoy cuando era Rajoy. Pero a nadie se le ocurrió decir que los quería derrocar.

Sánchez sabe, vaya si lo sabe, que no hay forma democrátic­a de echarlo del Gobierno

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