La Vanguardia

Transforma­ciones

- Alfredo Pastor

Ayudar y transforma­r serán los dos ejes que orientarán nuestros esfuerzos en el futuro previsible. Durante las últimas semanas, al margen del nubarrón de las sesiones parlamenta­rias, han ido surgiendo ideas y propósitos que permiten esperar que, por duro que sea el tránsito, nuestra recuperaci­ón alumbrará una economía más sólida y una sociedad más justa que las que estamos dejando atrás. Ayudar a las personas necesitada­s sin olvidar la necesidad de preservar recursos materiales y humanos para la transforma­ción de la economía; ser capaces de distinguir actividade­s y empresas que pasan por un mal momento de aquellas que no tienen un horizonte de continuida­d, y ordenar las ayudas en consecuenc­ia; prestar más atención al desarrollo de la industria; orientar la transforma­ción con la vista puesta en los programas europeos; articular la relación Estado-sector privado para sacar el máximo partido de las oportunida­des que se ofrecen. Todas esas ideas flotan en el ambiente, se habla y escribe de ellas, esperando quizá a que los políticos despierten de su pesadilla y nos ofrezcan la unidad de criterio y la solidez de propósito que justifican su existencia. Sin embargo, para que la transforma­ción sea, ya que no completa, al menos presentabl­e, hemos de alzar la vista del panorama económico inmediato para contemplar las consecuenc­ias de nuestros actos en todos los rincones del globo. Tres ejemplos, tomados entre otros muchos, servirán como ilustració­n.

En una columna reciente, el profesor Mariano Marzo nos recuerda que la revolución tecnológic­a será muy intensiva en el uso de minerales: oro, litio, niobio, tierras raras, empleados en cantidades minúsculas pero componente­s indispensa­bles de productos de tecnología avanzada, pero también hierro, plata y cobre. Una ojeada a obras como Oro, petróleo y aguacates, de Andy Robinson, o a las fotografía­s de Génesis, de Sebastião Salgado, muestran cómo se extraen esos minerales en América Latina; lo mismo sucede en África. La extracción se realiza en condicione­s que deberían sonrojarno­s por lo inhumanas, y la expulsión de los nativos y la destrucció­n del territorio que lleva consigo pasan en silencio. En el tramo final de la cadena de producción y de diseño todo eso es conocido. Nosotros deberíamos saberlo y actuar en consecuenc­ia.

Hace pocos días se declaró un brote de Covid-19 en Tönnies, una gran explotació­n cárnica en Westfalia: resultado, mil quinientos afectados, un confinamie­nto extendido a más de medio millón de personas. Digamos de paso que la insalubrid­ad de la industria cárnica ha sido objeto de críticas desde que en 1906 Upton Sinclair publicó La jungla, una novela ambientada en los mataderos de Chicago; sin embargo, la tecnología ha avanzado desde entonces, y la cosa tiene remedio: así lo recoge un periódico suizo, que, al tiempo que señala que en Suiza no ha habido ningún afectado en el sector, recuerda que la carne en Suiza cuesta, en promedio, el doble que en Alemania, y que la vulnerabil­idad de la empresa de Tönnies se debe a que partes del proceso son subcontrat­adas a otras que no cumplen del todo la normativa. No hacen falta comentario­s: el ahorro de costes parece justificar la aceptación de un mayor riesgo… para otros. Y eso no ocurre en Abjasia.

Esas cosas no pasan sólo en el extranjero. La pandemia nos enseña que los temporeros que recogen la fruta en la frontera entre Aragón y Catalunya están durmiendo en las calles. La televisión nos los muestra, mientras nosotros guardamos la distancia social y nos protegemos con mascarilla­s.

Sobran las palabras. Además, el asunto no es de hoy: la alcaldesa de uno de los pueblos de la zona dice que hace muchísimos años que arrastran ese problema. Ha sido posible construir un albergue capaz para cincuenta personas. En la zona hay quince mil temporeros. Sin ellos la fruta se pudriría en los árboles.

No se trata ahora de provocar emociones fuertes, menos aún de repartir culpas, o de echar mano de las consignas de la lucha de clases, porque es muy posible que cualquiera hiciera más o menos lo mismo de hallarse en el lugar de los propietari­os de las fincas, y también es probable que una explotació­n asambleari­a llevara a la ruina: “Venga vuesa merced con nuevos usos, y morirá de hambre” decía la Gitanilla en la novela de Cervantes. Se trata sólo de encarar los hechos y preguntars­e, cada uno, cómo es posible que nos tratemos así unos a otros, y qué podemos cambiar, propietari­os, trabajador­es, consumidor­es y ciudadanos, para que el resultado sea un poco mejor.

Es posible que la operación del mercado cambie la situación, encarecien­do los chismes tecnológic­os, la carne o la fruta, pero no es seguro que ese cambio vaya a mejorar la situación de los más desvalidos. Pero eso que llamamos “leyes del mercado” como si fueran leyes de la física es una creación nuestra, algo que podemos cambiar entre todos para que sus frutos nos sepan mejor a todos. Esa sería la verdadera transforma­ción, la más difícil.

Podemos cambiar eso que llamamos “leyes del mercado”para que sus frutos

nos sepan mejor a todos

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