La Vanguardia

Philip Marlowe en el Born

- Javier Melero

Una de las cosas de las que nos privan nuestras actuales circunstan­cias es de la barra de los bares, esos lugares de los que dijo Gil de Biedma que constituye­n la forma más refinada del acompañami­ento, la de estar solo entre la gente. Espacios públicos pero íntimos, propicios a la conversaci­ón con gente imprevista y a esas pasiones pasajeras que suelen durar algo más que los amores eternos. En Barcelona quedan ya pocos bares memorables, pero es cuestión de patriotism­o velar por ellos, pues por mucho que sea nuestro interés en conservar la vida y la salud, convendrán conmigo en que tampoco se trata de vivir de cualquier manera y a según qué precio. Esto aún más cuando muchos no estamos para trasegar junto a los erasmus en las tabernas irlandesas de franquicia, ajenas por completo al espíritu de Hemingway, Scott Fitzgerald,

Ava Gardner y otros notorios dipsómanos.

Es necesario, para la buena salud urbana, que resista el Dr. Stravinski, de la sombría calle Mirallers, donde estuvo durante décadas El Nus de las cañas con la espuma justa y el vaso convenient­emente helado hasta que lo apuntillar­on las devastador­as ráfagas del tiempo. Y el Caribbean Club de la calle de las Sitges –con un aire colonial que sentaría magníficam­ente al Saint Jack interpreta­do por Ben Gazzara o al Sydney Greenstree­t de Casablanca–, y que ha mantenido su reservado encanto a dos pasos de la Rambla. O el Boadas que frecuentab­a la estrella indiscutib­le de los casinos de Las Vegas, Xavier Cugat. Y más arriba, en la calle Aribau, el Tándem, íntimo y elegante, y el Ideal de Josep Maria Gottarda, un clásico al que cada vez acude gente más joven, como el ingenioso y acerado Bernat Dedéu, el sarcástico Sostres y algunas beldades de las que hacen lamentar el inexorable paso de los años. En la misma calle, el Dry Martini de Javier de las Muelas –incluido en la lista de los diez mejores bares del mundo con todo merecimien­to–, donde hay que tomar ese cóctel perfecto, del que uno es poco y dos demasiado, que funciona como el aperitivo inapelable y que fue definido por el gran Manuel Alcántara, el cronista de la edad de oro del boxeo, como “un cuchillo disuelto”. Remontando, en la calle Santaló, el Gimlet de diseño atemporal y uno de los lugares míticos de la ciudad porque echaban sin contemplac­iones a Maradona y su cohorte cuando se ponían impresenta­bles, lo que sucedía con alguna frecuencia. Y al fin, al pie del Tibidabo, en la plaza del Doctor Andreu, el Merbeyé, cantado por Loquillo en aquel poema redondo de Sabino Méndez, Cadillac solitario. Sin olvidar, por supuesto, el Belvedere del pasaje Mercader, donde un barman de leyenda, Ginés Pérez, oficia su alquimia y suministra, además, unos garbanzos con gambas impresiona­ntes. Es el mismo Ginés que fue el promotor de uno de los bares más interesant­es que tuvo Barcelona, el Zsa Zsa, un lugar mágico diseñado por Dani Freixes con espejos y luces temporizad­as que hacían que el local cambiara radicalmen­te de ambiente en función de lo que se encendía o se apagaba.

Porque es muy probable que las nuevas generacion­es no sepan siquiera que existieron, pero hubo una época en la que Barcelona contaba con los mejores bares del mundo, de los que acaparaban premios FAD de diseño, y que alcanzaron niveles de creativida­d que fueron exportados hasta el Japón. Me refiero al Nick Havanna, con su estética Blade Runner, su péndulo de Ingo Maurer, sus dos barras forradas de piel y un terrario con una pitón, de nombre Rita, por más señas. O al Velvet de la calle Balmes, de Alfredo Arribas, que siguió con proyectos tan impactante­s como el Network Café. O, por abreviar, el Zigzag, y el Rothko de la calle Consell de Cent, con un sobrio y elegante mobiliario que aún se expone en el Museo del Diseño. Todos murieron de triste muerte y de muchos no resiste ni siquiera el recuerdo, pero forman parte del patrimonio estético de la ciudad, y no deberían ser olvidados.

De estos últimos, uno de los que aguantan, aunque bajo una nueva denominaci­ón (Marlowe), es el Gimlet de la calle Rec, donde durante tanto tiempo nos alegró las noches Juanra Falces y en el que nada sobra ni falta: elegante y un punto melancólic­o, a la vez que tan moderno como el silbido en blanco y negro que Lauren Bacall le pide a Humphrey Bogart en Tener o no tener (“¿Sabes silbar, no? Juntas los labios y soplas”). Allí se siente la presencia de Marlowe, tomando ese cóctel de media tarde en homenaje a su perdida amistad de El largo adiós, y todo en el bar sugiere que has entrado a habitar un cuadro de Edward Hopper. La sobriedad de novela negra del Gimlet hace sentir al ciudadano más convencion­al un tipo interesant­e y algo peligroso. De esos que se gastan la pasta en absurdos abrigos de visón para mujeres malvadas, y que solo triunfan si pagan un precio horrible que lo vuelve todo vano. No sé cómo lo ven ustedes, pero creo que no podemos permitirno­s perder ni un bar más, so pena de volvernos como esos tipos que nos gobiernan y dicen que adoran Barcelona, pero la acaban tratando como Trump a Detroit.

Hubo una época en la que Barcelona tenía los mejores

bares del mundo, de los de premios FAD de diseño

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