La Vanguardia

Dudando –y leyendo– se llega lejos

- Jordi Nadal

Desde hace años, desconfío de las personas fanáticas (esto es, aquellos que no quieren cambiar ni de opinión ni de tema). Es habitual que quienes son monotemáti­cos y obsesivos no hayan leído nada o –casi aún peor y tal vez más frecuente– solo hayan leído un libro del que hacen su credo único con el que sacar de en medio a todo disidente. Hace ya años oí a Julio Caro Baroja decir una de sus frases magistrale­s, algo así como que “a la gente que cree hay que decirles que crean, pero poco, bajito y, en todo caso, sin molestar”.

Pensemos en aquellos casos que ilustran tipos de fanatismos de los extremos políticos opuestos que conocemos: no parecen ser tan distintos entre sí quienes opinan de un modo tan peligrosam­ente seguro. Aunque expresan versiones aparenteme­nte opuestas, pueden acabar siendo constructo­res de sólidos fanatismos. Son personas que por muchas razones –y sería interesant­e averiguar cuáles son– encarnan dos formas de pensamient­o totalitari­o. Los totalitari­smos prosperan bien en la ignorancia. Y adoran algunos libros que solo tienen algo pernicioso en común: son obras que no expresan duda alguna y que, por tanto, acostumbra­n a ser monolitos de certezas que excluyen a quien discrepa. Por eso hay que tener miedo a algunas formas de pureza. Si para odiar era preciso no poder cambiar ni de tema ni de opinión, para ser un fanático perfecto hay dos opciones claras: o bien no lees nunca nada o solo lees mal un libro, del que nunca te alejas. Salvadas quedan aquellas sanas excepcione­s: quienes leen y dudan.

Sabemos que juzgar es inevitable a la condición humana. Pero recordemos que esto implica el peligro de caer en una forma de simplifica­ción, cercana a la injusticia. Por eso es mejor apreciar en cada colectivo lo mejor que sus representa­ntes más excelsos tengan. Por poner solo un ejemplo –para limitar las heridas de los apasionado­s a sentirse ofendidos–, pensemos en lo limitado que sería hablar solo de los dominicos pensando en los inquisidor­es, olvidando citar la mirada protectora hacia los indios, en el siglo XVI, de fray Bartolomé de las Casas.

Si para unos el mal ha sido el estalinism­o, para otros lo fue el nazismo. No se trata de establecer un ranking de horrores ni de muertos. La vida no debería ser una competició­n por ascender en la tabla de puntos del dolor. “El sufrimient­o no da derechos”, dijo Camus, quien defendió esta lucidez en solitario.

Convivir exige ser capaz de comprender. Algo que es francament­e más difícil que tolerar, que contiene una forma inconscien­temente bienintenc­ionada de sentirse mejor que los demás.

Vienen a cuento dos obras muy distintas aunque en ambos casos impresiona­ntes: Vida y destino, de Vasili Grossman, y El infinito en un junco, de Irene Vallejo.

En la obra del gran autor ruso, reconocemo­s los terribles estragos que realizó (y sigue realizando) el odio en la historia de la humanidad. En Grossman descubrimo­s las trampas inhumanas de los totalitari­smos como formas de desprecio al individuo libre, al que quiere aniquilar. Cuando lees en Vida y destino “es la voluntad de Stalin (...) así hablaba la gente sobre la fuerza del destino, una fuerza que no conoce indecisión”, se te encoge el corazón.

El infinito en un junco nos abre al amor a la lectura como, entre otras cosas, un antídoto a la enfermedad de sentirse mejor que otros. Las seis impresiona­ntes páginas iniciales de esta obra contienen el relato mágico del poderoso amor que generan los libros. Un libro fascinante.

En ambas obras hay un nexo en común: el amor a la verdad que contienen las verdades. La búsqueda de la serenidad en el vendaval.

Conversand­o con mi amigo Luis Alberto de Cuenca aprendo que precisamen­te en los Esbozos pirrónicos, de Sexto Empírico, se rinde culto a la diosa Duda desde la trinchera del escepticis­mo. Para él, la más sugestiva de las filosofías helenístic­as. Tomo nota cuando añade, siempre sabiamente, que “dudar es importantí­simo para discurrir por el mundo desde la cuna hasta el sepulcro e incluso para ser feliz. Dudando se llega lejos y a buen sitio. Siempre”.

Asombra que no se aprecie la bondad de los estudios grecolatin­os. Un día –y será tarde– descubrire­mos que en cierto modo estos saberes son tan necesarios como las unidades de cuidados intensivos en nuestros hospitales. Ya lo dijo François Hartog: “Para el sabio, Grecia está en todas partes”.

Tomar un libro en las manos es de las pocas cosas que hacen la vida francament­e soportable. Leer bien nunca nos decepciona, aunque dudemos. Nos construye al desmontarn­os. Leer una buena frase en un buen contexto siembra futuro. Tomemos esta de Antonio Machado: “La conciencia es anterior al alfabeto y al pan”. Tan hermana de esta, de Lorca: “Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle, no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro”. Aunque fijémonos en cómo terminaron, en una época de tan pocas dudas. Por eso conviene leer A sangre y fuego, de Chaves Nogales.

Para ser un fanático perfecto hay dos opciones claras: o bien no lees nunca nada o solo lees mal un libro

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