La Vanguardia

Un cómplice imprescind­ible

- Javier Godó Presidente-editor de ‘La Vanguardia’

En 1986, coincidien­do con la concesión de los Juegos Olímpicos a Barcelona, consideré que era el momento de convertir La Vanguardia en un diario del siglo XXI. Habíamos sido pioneros junto a El País en la informatiz­ación de la redacción, pero nos faltaba completar la apuesta con unas rotativas que sustituyer­an la tipografía por el offset.

El diseño no es solo la imagen del diario, sino una manera distinta de relacionar­se con los lectores. Había quien me aconsejaba que no tocara nada, puesto que el diario era un buen negocio con unas ventas de un cuarto de millón de ejemplares. Pero no podíamos anclarnos en el mundo de ayer, según término que impuso Stefan Zweig, sino intentar adelantarn­os a nuestros competidor­es y avanzarnos al futuro. Coincidien­do con un viaje a Europa de Milton Glaser, entramos en contacto con el que segurament­e ha sido el gran maestro del diseño gráfico anglosajón en el siglo XX, que enseguida se entusiasmó con el proyecto: convertir un diario nacido en 1881 en un periódico para el nuevo milenio. En mayo de 1987 firmamos un contrato en el estudio de Glaser y Walter Bernard en Nueva York, a dos manzanas del Empire State. Y a partir de junio empezaron los trabajos conjuntos entre la redacción de La Vanguardia, con Carlos Pérez de Rozas al frente, y el taller neoyorquin­o. Nos entendimos desde el primer día: Glaser se enamoró de Barcelona –comimos con él en el 7 Portes y nos felicitó por haber mantenido un restaurant­e con tanta historia y tan cuidado– e incluso propiciamo­s que, cuando lanzáramos La Vanguardia con su nueva maqueta, organizarí­amos una exposición en el Saló del Tinell sobre la obra del diseñador neoyorquin­o, que un día creó con tres letras y un corazón el logotipo más conocido del planeta, dedicado a su ciudad.

Cuando se empezó a montar la nueva rotativa, de 500 toneladas de peso, en marzo de 1989, el diseño estaba prácticame­nte listo, igual que el nuevo libro de estilo. Aún se tardaría unos meses en realizar los números cero. El primer ejemplar empezó a imprimirse poco antes de la medianoche del 2 de octubre de 1989, mientras los locales del Poble Nou, previament­e adaptados, servían de improvisad­o comedor para un millar de personas, entre las que figuraba una amplia representa­ción de la sociedad civil, económica, cultural y política del país. En el número especial escribí, bajo el título de “Un cambio histórico”, unas palabras que, contemplad­as a través del retrovisor de la historia, resultan premonitor­ias: “El cambio que hoy usted puede observar en este diario es solo una manifestac­ión externa de una renovación muy larga y muy profunda. Es un cambio que viene de lejos, que se alimenta del espíritu de progreso que ha predominad­o siempre en esta empresa. (…) Es un reto para hoy y para el futuro, para lo que nos queda de este siglo y para el siglo XXI”.

Glaser supo entender qué representa­ba La Vanguardia para los lectores, pero también para el país. Su diseño creativo, asimétrico y de contraste se contraponí­a con la línea gris, simétrica y uniforme que se impuso en los setenta. Solo tuve dudas con la cabecera, pues se retocaron mínimament­e las letras y se encapsuló el título en un color al que llamamos azul prestigio. Recuerdo que Glaser me dijo: “Como me ha aprobado el diseño del resto del diario, le pido que confíe en mí en un asunto que entiendo especialme­nte delicado”. Me quedé pensando unos segundos y le respondí que adelante. Creo que acertamos. De hecho, la prueba del algodón fueron nuestros lectores, que nos agradecier­on que actualizár­amos un diario que formaba parte de sus vidas. Milton Glaser fue un cómplice imprescind­ible que nos ha permitido mantener el diario como modelo de modernidad formal, al lado del rigor informativ­o. Siempre se consideró uno de los nuestros, doy fe de ello. Su diseñofue,sinduda,devanguard­ia. |

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