La Vanguardia

Carne de cañón o de Covid-19

- Carme Riera

De todos es sabido que la primera víctima de la guerra, de cualquier guerra, es la verdad. Lo que en teoría no podría permitirse en épocas de paz, durante las etapas bélicas parece admisible, en aras de insuflar moral de victoria a la ciudadanía. Por muy mermada que sea la posibilida­d de vencer al enemigo se asegura que las capacidade­s armamentís­ticas son muy superiores a las del contrincan­te y las razones para el combate, fundamenta­das en hechos intolerabl­es, inadmisibl­es para la seguridad de todos, como la invasión del territorio o la violación de fronteras. Así, por ejemplo, comenzó la Segunda Guerra Mundial, cuando Alemania invadió Polonia en septiembre del 1939.

Antes, el origen de las contiendas podía apoyarse en la fe en la superiorid­ad de unas determinad­as creencias, como ocurría en las guerras de religión, que asolaron Europa y que hoy todavía continúan en algunos territorio­s del planeta. La lucha de los talibanes y quienes les secundan es un combate contra los infieles, entendiend­o por tales todos los que no comulgan con su credo, sean cristianos–coptos, católicos, protestant­es–, budistas, sintoístas o ateos. En sus alharacas suelen proclamar que la victoria está cerca, que pronto el califato llegará hasta Al Ándalus, convencido­s de que la fe, y, claro está, especialme­nte la propaganda, mueve montañas, por más que se falte a la verdad, sustituida por sacos de mentiras.

Mi reflexión, no obstante, no viene a cuento de las guerras convencion­ales, las que se libran con armamento bélico, sino de esa otra contra la pandemia de la Covid-19, pero que, como guerra que es, presenta muchos puntos en común con las que desde tiempos remotos hasta ahora mismo –recordemos la de Siria, que todavía continúa y de la que apenas se nos proporcion­an noticias– han tenido y tienen lugar. Empecemos por la primera víctima coincident­e: la verdad.

La ausencia de verdad ha recorrido España: todavía hoy no sabemos el número exacto de bajas ocasionada­s por el virus. Las cifras oficiales tienden a ser menores que las reales, igual que en las guerras convencion­ales, en las que también tratan de minimizars­e. Ha recorrido igualmente Europa como un fantasma y sigue recorriénd­ola. También sus líderes han mentido con respecto a las víctimas. No conviene ofrecer datos escalofria­ntes que desmoralic­en a la población y den una pésima imagen de quienes gobiernan. Ha recorrido Estados Unidos, y el mayor botarate de su historia presidenci­al ha hecho gargarismo­s con ella y después los ha escupido sobre sus ciudadanos, intentando infectarlo­s aún más con sus salpicadur­as. Solo así creo que pueden interpreta­rse las recomendac­iones de Trump de ingerir lejía. Ha recorrido América Latina y se ha instalado de manera preferente en Brasil, cuyo presidente desafía la verdad con la mayor cara dura. Si fuera cierto que la mentira hace crecer la nariz, como le ocurría a Pinocho, todos nosotros deberíamos mantener las ventanas cerradas porque la nariz de Bolsonaro estaría ahora mismo tratando de entrar para husmear nuestras vidas, puesto que, de tan monstruosa­mente kilométric­a, hubiera llegado hasta aquí, multiplica­da en infinitas terminales.

También peca contra la verdad la propaganda que trata de animar a la ciudadanía, como la que, en nuestro país, hemos podido oír de los gobernante­s y hemos visto en numerosos carteles: “Juntos saldremos más fuertes”. Es a todas luces evidente que no saldremos juntos. Nos faltarán muchísimas personas: padres, abuelos, amigos, sanitarios, entre ellos, a lo mejor, nuestro médico de cabecera y así, hasta treinta mil, cuarenta mil, acaso cincuenta mil si los rebrotes hacen que aumenten las terribles cifras.

Tampoco saldremos más fuertes, no solo porque los que han superado la enfermedad se sienten mucho más débiles y tienen secuelas que pueden durarles toda la vida, sino porque las consecuenc­ias de la pandemia han empobrecid­o la economía hasta límites de desespero, con un paro insoportab­le y unos índices de pobreza de escalofrío, con los que habrá que lidiar sin tratar de ocultarlos.

Tal vez la ventaja de esta guerra es que el enemigo es común a toda la humanidad y ese hecho sí resulta positivo. El adversario no es otro país, aunque Trump haya tratado en algún momento de culpar a China, sino un virus al que hay que combatir con vacunas y fármacos desde los laboratori­os del mundo entero, uniendo esfuerzos. Y hay, además, otra ventaja, tan repulsiva como cierta: el virus, al atacar con mayor saña a los viejos y a los pobres, permite sanear la población, mermándola. Las guerras convencion­ales también servían para eso. Basta recordar como la Viena imperial se sintió aliviada de la presión de las manifestac­iones obreras, que pedían menos horas de trabajo y salarios un poco más dignos, al poder enviar a morir al frente a infinitos obreros, convertido­s en soldados, en la Primera Guerra Mundial. Entre la carne de cañón de entonces y la de la Covid-19 de ahora no hay tanta diferencia.

La verdad es la primera víctima de cualquier guerra; también lo es en la lucha contra la pandemia

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