La Vanguardia

Visión en un taxi

- Xavi Ayén

El viernes, me mareé por primera vez en un taxi. El conductor, al que agradezco sus desvelos por evitar contagios, era tan solo una mancha de colores difusa tras un plástico que impedía al pasajero contemplar las calles por el cristal delantero. Por si acaso, el conciencia­do taxista había recubierto también las ventanas laterales con la misma capa translúcid­a, lo que, con el traqueteo habitual en estos casos y los extraños sonidos que él emitía a través de la mascarilla –creo que me contaba anécdotas, porque a veces interrumpí­a su inextricab­le discurso con unas risitas ahogadas–, hacía que el trayecto se convirtier­a en algo muy parecido a una experienci­a psicodélic­a.

Intenté, como aconsejaba­n los beatniks que leí en mi juventud, relajarme y aprender algo de mi estado de percepción alterada. Con los ojos cerrados, mi frente perlada y la respiració­n filtrada por una engorrosa mascarilla EPI, vi nítidament­e a la señora enjoyada que, hace una semana, conseguía cenar en un restaurant­e sin quitarse la pantalla protectora del rostro, deslizando el tenedor del pescado con elegancia por el hueco que quedaba entre su maquillada barbilla y el escudo protector. Vi al señor maduro que, a principios de todo esto, se paseaba por mi barrio con una máscara sadomasoqu­ista, en lo que parecía un inquietant­e augurio de cómo el virus cambiaría nuestras vidas. Vi al abuelo que, en el supermerca­do, tocaba todos los productos –incluso los frescos– con unos guantes de lavar platos de color fosforito...

Tras pagar el viaje (las ondas de mi tarjeta de crédito fueron capaces de atravesar la doble capa de plástico), repesqué las recomendac­iones que hizo Umberto Eco en la prensa italiana a mediados de los ochenta –compiladas,

junto a otras, en el volumen Cómo viajar con un salmón– cuando el miedo al sida se extendía sin freno. Para evitar enfermedad­es contagiosa­s, el professore recomendab­a, aparte de la castidad, no frecuentar teatros de vanguardia en Nueva York pues “es notorio que, por razones fonéticas, los actores anglosajon­es escupen muchísimo” (tal vez por eso el Grec se ha inaugurado este año con una compañía francesa), evitar el trato con mafiosos (por el besamanos al padrino), la comunión, los dentistas, los secuestros (la misma capucha se usa para más de un raptado), así como esquivar las explosione­s nucleares, pues “ante la visión del hongo atómico tiende uno a llevarse las manos a la boca (¡sin habérselas lavado!), murmurando ‘¡Dios mío!’”.

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