La Vanguardia

Barcelona: el sueño europeo

- John Carlin

Iba a escribir esta semana sobre el schadenfre­ude, corta pero bonita palabra alemana que significa el placer que uno siente ante la mala suerte de los demás. El plan era celebrar la caída del valor de las acciones de Facebook y de la fortuna de su dueño, el androide Mark Zuckerberg, tras la decisión de 150 grandes empresas de dejar de poner anuncios en sus páginas.

No me gusta Facebook, con el que tuve un flirteo hace diez años del que me avergüenzo, aunque duró no más de un par de meses. No me gusta porque el hecho de que 2.600 millones de personas lo usen me entristece, me inclina a reflexiona­r sobre la soledad de la especie, la desesperad­a necesidad que tantísimos tienen de sentirse queridos o valorados, aunque sea por gente que no conoce. No me gusta porque, según leo, Facebook se enriquece publicando noticias falsas o crueles que fomentan el odio, la ignorancia y la estupidez.

Pero no voy a escribir sobre Facebook porque, ya que no estoy ahí, igual me equivoco, igual resulta que, poniéndolo todo en la balanza, contribuye a la felicidad y a la grandeza de la humanidad. Lo dudo, pero en cualquier caso no hay nada que hacer. Despotrica­r contra Facebook es como despotrica­r, a lo Mario Vargas Llosa, contra el nacionalis­mo: un caso de pissing in the wind, como decimos en inglés. De mear contra el viento. Porque igual que el viento, o el invierno, o la pobreza o los virus, Facebook ahí estará. No se va a ningún lado.

Luego, a raíz de algo que leí en la prensa argentina sobre la posible detención de periodista­s por espionaje, pensé en escribir sobre los espías que conocí en mis años como correspons­al, en las comidas e incluso amistades que tuve con integrante­s de los servicios de inteligenc­ia de Estados Unidos, la Unión Soviética, Cuba, el Reino Unido, Ruanda, Nicaragua, Sudáfrica e incluso Argentina. Segurament­e hubo más y no me enteré. Pero mejor dejar esto para el olvido, o para un libro o, nunca digas nunca, para un post en Facebook el día que sienta la urgente necesidad de hacerme el interesant­e.

De lo que sí pienso escribir, finalmente, es sobre Barcelona. No. Del equipo de fútbol, no. Me arrepiento de haber visto el partido contra el Atlético de Madrid esta semana. Podría haber utilizado aquellos 90 minutos de mi vida para algo más útil o enriqueced­or, como apuntar los números de los autobuses que transitan por la calle delante de mi piso.

Lo que quiero hacer es escribir sobre la ciudad en la que vivo. Ya toca un tema que no trate sobre la miseria humana. Basta, aunque sea solo esta, del covidiotis­mo, o de Trump, o del Brexit, o del lío catalán. Ya que estamos saliendo del encierro, aunque sea solo por un rato, voy a aprovechar la oportunida­d para festejar mi suerte y, aunque no todos se hayan enterado, la de mis vecinos barcelones­es.

La idea me la dio un amigo columnista del Financial Times, Simon Kuper, en un artículo que publicó esta semana sobre las glorias de viajar por Europa. Señaló lo bueno que era para él vivir en París, entre otras cosas por poder subirse a un tren y en no mucho más de un par de horas tomarse un café con amigos en Londres, Bruselas o Amsterdam. Kuper, que se conoce el continente de arriba abajo, ofreció una lista de ciudades “fantástica­mente vivibles”, entre ellas San Sebastián (yes!), Burdeos, Maastricht o Reggio Emilia. “Pero la ciudad más vivible de Europa –escribió– es Barcelona”. ¿Por qué? Porque

“ejemplific­a el sueño europeo: aquella perfecta mezcla de comida, arquitectu­ra, clima, prosperida­d, amigabilid­ad y un ritmo de vida manejable”. Simon, si te tuviera enfrente, te daría un beso.

He vivido durante más de un año en diez ciudades y ocho países. A finales del año pasado me mudé de Londres a Barcelona. Dicen en Inglaterra que si quieres que Dios se ría, cuéntale tus planes. Toda la razón. Tomando la advertenci­a en cuenta, reconocien­do que todo puede cambiar de un momento a otro, mi plan es quedarme el resto de mis días en Barcelona, con diferencia mi ciudad favorita del mundo.

Durante marzo, abril y mayo hubiera preferido estar en Estocolmo, donde la gente pudo hacer vida normal y el virus mató a menos gente que aquí (5.666 en Catalunya hasta la fecha contra 5.420 en Suecia, que tiene tres millones de habitantes más). Pero ahora que somos libres, aquí es donde quiero estar. Primero, porque Barcelona ofrece algo imprescind­ible en una ciudad que aspira a ser especial: invita a pasear. En media hora uno puede peregrinar a pie del modernismo del siglo XIX a la edad media, al eterno mar. La temperatur­a es buena todo el año y uno se siente seguro en casi cualquier lugar: hay que estar alerta para que no te roben el bolso o el móvil, pero las posibilida­des son bajas de que te den una paliza o te claven un cuchillo. Cada vez que salgo a la calle no solo estoy en paz, sino que me encuentro, infaliblem­ente, con algún detalle que me alegra el día. Un balcón, una puerta, una ventana, una torre, una gárgola, que me provocan sorpresa y admiración.

Como en el resto de España, se puede comer y beber muy bien por muy poco, y las diferencia­s sociales no te asaltan la vista como en otros países. Los ricos no se jactan de su feliz destino, como en Londres, por ejemplo. Disimulan, dentro de lo posible, que lo son. El ambiente combina, en su justa medida, la tensión de la gran ciudad con la placidez mediterrán­ea del saber vivir. Barcelona no agobia. Es verdad que la gente no es tan efervescen­te como en Sevilla, por ejemplo, pero su relativa reserva se agradece cuando uno vive aquí todo el año. En cuanto a aquellos que insisten en discernir un agresivo catalanism­o en las calles, en las tiendas o en los bares, yo, que no hablo catalán, aún no lo he visto. Ni tampoco los cinco argentinos con los que cené el jueves. Cada uno de ellos ha vivido alrededor de 30 años en Barcelona y, aunque echan en falta “el asadito”, no hay otro lugar de la tierra en el que se sentirían más a gusto.

Para los que hemos estado mucho tiempo en América Latina y nos agrada, esta ciudad es ideal: similar en la dinámica social a Buenos Aires o Bogotá, pero funciona, otro motivo por el cual toda la gente del norte de Europa que conozco y que conoce Barcelona disfruta de ella tanto como Simon Kuper. Él dice en su columna que en la nueva era del Zoom más europeos se mudarán a nuestra ciudad. Sospecho que tiene razón, que habrá futuro después del coronaviru­s. Si hubiese la posibilida­d de comprar acciones tanto en Barcelona como en Facebook, sé cuál elegiría. Pero como no tengo dinero para invertir, me conformaré con celebrar la riqueza de poder vivir aquí.

El ‘Financial Times’ dice que Barcelona es la ciudad más “fantástica­mente vivible” de Europa

Mi plan es quedarme el resto de mis días en Barcelona, mi ciudad favorita del mundo

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ORIOL MALET
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