La Vanguardia

El último verano

- Glòria Serra

Durante el confinamie­nto nos hemos comido el dinero para las nuevas gafas bifocales y el de cambiar el coche”. Me lo cuenta con lo que intuyo es una sonrisa agridulce tras la mascarilla una amiga que se dedica al alquiler turístico veraniego en la Costa Brava. Le he preguntado cómo ha pasado el confinamie­nto y cómo se presenta la temporada. Me confirma que, por lo que respecta a julio, casi todos los turistas extranjero­s, sobre todo franceses y alemanes, le han anulado las reservas. En estos momentos, solo los catalanes mantienen vivo el calendario del mes, mientras que los propietari­os de pisos y casas han decidido ocuparlos ellos mismos y aprovechar para hacer pequeñas reformas o disfrutarl­os los meses en que acostumbra­n a hacer un viaje fuera del país. Mi amiga prefiere no pensar qué pasará en agosto. Ha perdido de momento la Semana Santa y el mes de junio, que acostumbra­n a aprovechar los turistas tempranero­s. Cuando andas por el pueblo, todos te dicen lo mismo: el fin de semana es una locura, porque aparecen todos los turistas del país. El lunes, parece que pasees por calles fantasmale­s. En la puerta de las tiendas de alpargatas y flotadores bostezan los propietari­os, casi sin personal contratado. Menudean las tiendas con “Se alquila” en la fachada. Solo los restaurant­es parecen animarse un poco, aunque las terrazas llenas engañan: hay la mitad de las mesas habituales, si bien muchas de ellas ocupan la calzada.

Mi primera impresión es disfrutar de playas vacías y paseos sin aglomeraci­ones, pero no me dejo engañar por el espejismo de imaginar que he vuelto a los veraneos de mi infancia, a un ritmo y con una ocupación de los años setenta. Los ojos tras las mascarilla­s reflejan angustia. Y no solo en los establecim­ientos más turísticos. Los talleres y concesiona­rios de coches saben que sufrirán en invierno, porque nadie les visitará para reparacion­es y compras. Y los albañiles y electricis­tas se angustian por reformas que no se harán, como tiendas de muebles, ropa o perfumería­s por las ventas que se perderán.

En las ciudades conocemos ya las colas en Cáritas y bancos de alimentos, donde están apareciend­o familias que nunca lo imaginaron. Pero la ola de lo que nos puede dejar el coronaviru­s está creciendo este verano, en un país muy dependient­e del turismo y de los visitantes extranjero­s. Se acaban de abrir fronteras al espacio europeo. Nunca como ahora se había mirado tanto al norte, mientras se lavan y desinfecta­n todas las superficie­s.

No me dejo engañar por el espejismo de imaginar que he vuelto a los veraneos de mi infancia

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