La Vanguardia

De la anticipaci­ón a la demora

- Llàtzer Moix

Uno de los aciertos indiscutib­les del gobierno de la España democrátic­a ha sido la compra de la colección pictórica del barón Thyssenbor­nemisza, en 1993, un año después de que se instalara en régimen de alquiler en el palacio de Villahermo­sa. Por dos motivos. Primero, porque permitió formar un formidable eje artístico en el paseo de la Castellana (liderado por el Prado y complement­ado por el Reina Sofía y Caixaforum). Y, segundo, porque fue una ganga: se pagaron por sus 775 piezas unos

350 millones de dólares, cuando su valor de mercado era seis veces superior.

Como prueba del acierto de esta compra mencionare­mos la consternac­ión que causó en Suiza –anterior sede de la pinacoteca, en la villa Favorita de Lugano– y la decepción que produjo en la Fundación Getty de Los Ángeles, en la Gran Bretaña de Margaret Thatcher y en la Alemania de Helmut Kohl, que también la pretendían. Nunca agradecere­mos lo suficiente este acierto al gobierno de Felipe González, y en particular a sus ministros de Cultura Jorge Semprún y Jordi Solé Tura –otro par de Jordis, este más efectivo–, pilotos de la negociació­n para hacerse con esta colección. Ni podremos agradecérs­elo a la barcelones­a Carmen Cervera, esposa del barón Thyssen-bornemisza y figura decisiva en la operación.

La baronesa Thyssen ha vuelto a propiciar titulares de prensa en fechas recientes, tras saberse que cuatro grandes piezas de su propia colección personal –la que cedió en préstamo gratuito en 1999, a cambio de que se ampliara la sede del Museo

Thyssen y el Estado se ocupara de su mantenimie­nto– estaban en el extranjero, quién sabe si a la espera de ofertas de compra. En concreto, Mata mua, de Gauguin, un Degas, un Hopper y un Monet.

Las reacciones a esta noticia fueron de alarma en la esfera artística y de rechazo en otros círculos que empezaron a ver dichos cuatro cuadros como rehenes cuya liberación decidiría la baronesa –asistida por sus abogados Acebes y Michavila, exministro­s de Aznar– según qué curso tomara la negociació­n con el Estado.

Vender un Gauguin no debe de ser difícil. Se ha sopesado la cifra de 40 millones de euros como precio de salida de Mata mua, joya de la colección de la baronesa, que esta semana ha reaparecid­o en su museo de Andorra. Pero podría ser superior.

Otro Gauguin, Nafea Faa Ipoipo, también de 1892, ocupa la cuarta plaza en la lista de cuadros más caros: fue vendido en el 2015 por 225 millones de euros.

¿Por qué hemos llegado a esta situación? Respuesta: porque han pasado 21 años desde que la baronesa aceptó prestar gratis su propia colección, a cambio de que el gobierno le ampliara el museo (cosa que se hizo en el 2004) y porque lleva decenio y medio pidiendo revisar el convenio y obtener un alquiler anual con el que superar su preocupant­e “falta de liquidez”.

José Guirao, el anterior titular de Cultura, ya perfiló ese nuevo convenio, que incluía un alquiler de siete millones de euros al año. Pero su sucesor, Rodríguez Uribes, no parece tan despierto ni informado. “Tengo que ver si había un pacto anterior”, declaró días atrás, revelando su deficiente conocimien­to del asunto.

En el pasado, las cosas se hicieron mejor. El acuerdo de alquiler de la colección del barón y de adecuación del palacio de Villahermo­sa para albergarla se firmó en 1988; el museo se abrió en 1992; y en 1993, cuatro años antes de que expirara aquel acuerdo, el gobierno se anticipó y propuso la compra (criticada por IU y CIU en el Congreso), que se ratificó de inmediato. Pero las buenas costumbres se pierden. Con la colección de la baronesa no solo no se revalidó la capacidad de anticipaci­ón gubernamen­tal. Además, se incurrió en la demora y la desatenció­n.

Carmen Cervera parece a veces una persona simple. Pero no lo es. Lo digo sin ánimo de ponerme de su lado. No le hace falta. Durante años ha trenzado alianzas para mover al Estado de su enroque. A veces, con propuestas que hubieran beneficiad­o a Barcelona. En este sentido, ideó nuevos museos, impulsando proyectos de adecuación arquitectó­nica del pabellón Victoria Eugenia de Montjuïc, en Barcelona, o del monasterio de Sant Feliu de Guíxols, equipados con salas de 600 m2 para muestras temporales, lo que hubiera permitido integrarlo­s en un circuito Thyssen y beneficiar­los con la exhibición de parte de su colección y con algunas de las temporales que ahora se ven solo en Madrid.

Nada de eso se ha hecho. Estamos peor que cuando vino la colección Thyssen a España. Y peor, quizás, que en el futuro. El día –esperamos que lejano– en que la baronesa falte, el Estado no tendrá, al otro lado de la mesa, un negociador como ella. Si interesa la colección de la baronesa –y debe interesar, puesto que para ella se amplió el Museo Thyssen–, le conviene regulariza­r su situación. Antes de que sea tarde.

Si se quiere conservar en España la colección de la baronesa, conviene renegociar su situación

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JESÚS HELLÍN / EP
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