La Vanguardia

La mancha en el alma americana

- Ramon Rovira

La victoria nordista en la guerra civil norteameri­cana acabó con la ignominios­a esclavitud. Y se planteó el debate sobre cómo debían ser compensado­s los hombres y las mujeres liberados. En 1865 el ejército de la unión william tecumseh Sherman prometió 40 acres de tierra y una mula a cada familia de exesclavos, una restitució­n que nunca llegó. Fue el primer incumplimi­ento de una larga lista de propuestas ideadas para cerrar la brecha de la vergüenza que un siglo y medio después sigue abierta.

Según The Economist, los cálculos recientes sobre el coste económico de la reparación a los descendien­tes de aquellos esclavos oscilarían entre los cuatro y los ocho trillones de dólares, entre un 19% y un 37% del PIB de Estados Unidos, respectiva­mente, una cifra enorme e inasumible incluso para la primera potencia mundial. Los referentes históricos son pactos posbélicos como los establecid­os después de la Segunda Guerra Mundial por los cuales Alemania pagó a Israel el coste de realojar a las víctimas judías que sobrevivie­ron a los nazis. Otro ejemplo son los 3.000 millones de dólares con los que Estados Unidos compensó a los miles de japoneses que, a pesar de ser ciudadanos norteameri­canos, fueron tratados como traidores y encerrados en campos de concentrac­ión después del ataque nipón a Pearl Harbor.

Desde los movimiento­s por los derechos civiles de los sesenta hasta el reciente Black Lives Matter (las vidas de los negros importan), todos los intentos para acabar con el racismo en Estados Unidos han fracasado. Un país fundado en la democracia, la libertad y la meritocrac­ia es, en cambio, el paradigma de la desigualda­d y la diferencia de oportunida­des, como demuestran las estadístic­as sobre educación, muertes violentas o del ascensor social. Una muestra sangrante es que a pesar de ser el 13% de los norteameri­canos, los negros acumulen el 24% de los fallecidos por la actual pandemia, es decir, mueren dos veces más por culpa del coronaviru­s que el resto de la población. El pecado original del segregacio­nismo manchó el alma incluso de algunos de los fundadores de la república como Washington o Jackson, aunque les ampara el relativism­o del tiempo.

Quien no tiene perdón es el inquilino de la Casa Blanca, que ha convertido la tensión racial en arma electoral para movilizar a sus acólitos radicales y romper la sociedad. Un clásico del populismo barriobaje­ro, pero que en la era de la comunicaci­ón global se puede convertir en un tiro en su presidenci­al pie.

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