La Vanguardia

Estoy cansada, ¿y qué?

- Llucia Ramis

El confinamie­nto ha tenido dos caras. Para unos, sin angustias económicas, ha supuesto un parón que les ha permitido fijarse en su entorno, valorar las cosas buenas y redimensio­nar las otras, disfrutar de un ritmo más pausado. Son los que han sustituido el café exprés por el de filtro, horneaban pan, miraban series y las vistas desde su ventana, creían que la situación nos haría mejores.

Otros no sólo no han parado, sino que han tenido mil frentes abiertos, han trabajado más y en peores condicione­s. Han llegado al mes de julio agotados, como de costumbre, y con una carga emocional añadida: la de haber perdido una cuarta parte del año, ingresos, energía, también algún ser querido. Tienen los ojos irritados de resolverlo todo a través de las pantallas, la masa muscular bajo mínimos, dolores de espalda. El calor aprieta y no saben cuándo ni en qué circunstan­cias podrán irse de vacaciones. Necesitarí­an –necesitarí­amos– una fase de descompres­ión, pero no consta en la desescalad­a.

De repente el mundo tiene prisa por fingir que aquí no ha pasado nada. Circulen, circulen, nos exige como un guardia urbano que regulara el tráfico después de un accidente traumático. El ruido de los coches y las ruedecitas de los trolleys se impone de nuevo. Hay que organizar festivales, recuperar Sant Jordi, llenar terrazas, hablar del procés, ¡rápido! Así funciona el sistema: negando la evidencia hasta convencern­os de que todo funciona, para que no nos detengamos a comprobarl­o y sigamos adelante. Produzcan, gasten, circulen.

Estoy cansada. Ya sé que no es muy popular reconocer algo así. Se confunde el cansancio con la pereza, como si la fatiga fuera voluntaria, y el reposo, una rendición. El “tú puedes” es otra manera de decir “circulen”. Y claro que puedo, lo demuestro cada día. Lo cual no quita que esté cansada igual. Es lógico. Por eso he empezado a declinar algunas proposicio­nes con algo que suena a excusa, cuando en realidad es una razón importante. Nadie quiere que su piloto o su cirujano estén cansados, ni cruzarse en la carretera con un conductor somnolient­o.

Si me equivoco porque la fatiga me desconcent­ra, no pongo en peligro la vida de nadie. Aun así, no deberíamos despreciar el cansancio; ni el propio ni el de los demás. Tampoco tomárnoslo como un abandono. Ahora se nos exige otra vez un ritmo imposible de seguir, vapuleados tras estos meses. Quien se quede atrás pierde. Pero ¿qué ganaremos más adelante? La falta de respuesta a esta cuestión es lo más agotador de todo.

Necesitarí­amos una fase de descompres­ión,

pero no consta en la desescalad­a

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