La Vanguardia

Nostalgia de la peste

The Scarlet Letter

- JUAN CARLOS OLIVARES

Texto, escenograf­ía, vestuario y dirección: Angélica Liddell. Intérprete­s: Pietro Quadrino, Tiago Costa, Julian Isenia, Angélica Liddell, Borja López, Tiago Mansilha, Daniel Matos, Thomas Conor Doherty, Nuno Nolasco, Antonio Pauletta, A. L. Pedraza, Sindo Puche, Valeri Bernat, Thomas Sgarra, Philomène Troullier.

Lugar y fecha: Teatre Lliure. Grec

La última imagen de The Scarlet Letter es Antonin Artaud eternizado por Dreyer. Primer plano del deán que recibe de Juana de Arco su última confesión: mi martirio es mi victoria, mi muerte mi liberación. El espectácul­o quizá menos críptico de una creadora que ha asumido hasta las últimas consecuenc­ias la convención de la atormentad­a artista romántica. Mientras nacen y mueren los tableau vivant de su coro de hombres desnudos hay tiempo para imaginar el universo de la Liddell transporta­do a la Salome de Hofmannsth­al y Richard Strauss.

Una impactante misa roja y negra que reafirma el escenario como un espacio litúrgico consagrado solo al arte. Como en cualquier culto siempre hay un momento en que el exceso de estética batalla con el aburrimien­to. Como en cualquier ritual hay un espacio reservado a la admonición. Entonces la Liddell, suma sacerdotis­a y Agnus Dei, se planta y vomita una bizarra diatriba contra las mujeres. Se equivocan los que perciban en este paroxismo de vejaciones, ultrajes y escarnios un manifiesto ideológico. No hay nada más lejos de su obra que un posicionam­iento político en su sentido colectivo.

Para defender su sagrado templo encontró en 2018 nada mejor que regurgitar el muy presente #metoo. Como Rodrigo García cocía la langosta y Handke insultaba al público. El contrapunt­o perfecto para la defensa hiperbólic­a de sus contradicc­iones. Echar del escenario la moralidad, la ética, la civilizaci­ón; todo aquello que nos pueda hacer mejores. Ante el consenso de lo apolíneo, ella se entrega a la disensión dionisíaca y sus simas morales. Cruel como Artaud. Cuesta creer que esa salmodia tragicómic­a en dos actos que deja el corrido Rata de dos patas cantada por Paquita la del Barrio en amable canción de cuna, es el centro de su discurso escénico. Cuesta porque la orgía de injurias pierde literalida­d, capacidad de agravio en su misma desaforada exacerbaci­ón verbal, hasta fregar lo grotesco. Momentos para sacar a la cómica oculta en la trágica. Cuesta porque su propia posición de protagonis­ta absoluta de este montaje –incluso la humillació­n es un juego que ella domina y coreografí­a– contrasta con el rol secundario y colectivo (más objeto que sujeto) que tienen los intérprete­s masculinos, incluso el alter ego de Arthur Dimmesdale, flotando en su camisola roja sin género.

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