El violento saludo de Vasco da Gama
Un solo acontecimiento suele ser suficiente para que todo cambie para cualquier generación. Europa alcanzó durante el siglo XX el apogeo de la barbarie. Mas, vista desde el acelerado siglo XXI, la historia del XX ya nos parece rodada a cámara lenta. Y es que en lo que va de este nuevo milenio no ganamos ni para sustos. Todo cambia deprisa, tal como sucedió a finales de siglo XV cuando Colón cruzó el Atlántico y Vasco da Gama surcó el Índico rumbo a la India.
Últimamente no gozan de buena prensa esos navegantes. Pero derribando sus estatuas no va a cambiar lo que sucedió en tierras lejanas y ahora se nos antoja execrable. Todos somos, de una u otra manera, herederos de sus hazañas.
Desde que se enfrentaban helenos contra persas, existe entre Occidente y Oriente una desavenencia insalvable, una división que se iría ensanchando a partir de la pugna entre la cristiandad y el islam. Esto explica, al menos en parte, la irrupción del navegante portugués en el océano Índico, dominado durante siglos por comerciantes musulmanes e hindúes.
En 1498, tras una larga travesía, las tres naos de Da Gama fondearon en el puerto de Calicut (actual Kozhikode), India. Fueron los primeros europeos en doblar el cabo de Buena Esperanza y cruzar el Índico, gesta que iba a enriquecer enormemente al pequeño reino de Portugal.
La opulencia de Calicut deslumbró a Da Gama. Había un sinfín de magníficos palacetes; las calles atestadas de gente, y, sobre todo, abundancia de especias. Comerciantes árabes e hindúes prosperaban sin enfrentase unos a otros. Por primera vez desde que levantaron anclas en Lisboa, Da Gama sintió que era su deber presentarse ante un gobernante local, ya que al navegar por la desconocida costa oriental de África, se limitó a bombardear, a modo de tarjeta de presentación, las ciudades que le acababan de abastecer con víveres.
Se presentó ante el rajá ataviado con sus mejores galas; el rajá, por su parte, recibió al extranjero echado sobre una otomana desnudo de la cintura para arriba, recubierto de fabulosas joyas. El portugués hincó la rodilla y le entregó a su distinguido anfitrión una carta de su rey, Manuel I de Portugal, al tiempo que le explicó que lo único que pretendía era comprar especias y partir pacíficamente. Pero resulta que al rajá no le hicieron ninguna gracia los regalos que le había enviado el rey Manuel, a saber: unos humildes aguamaniles, media docena de ridículos sombreritos y varios tarros de miel.
Total, Da Gama y su séquito fueron arrestados y retenidos durante varios días. Al final, el rajá decidió que no era en su interés enemistarse con estos irrespetuosos cristianos, que seguramente volverían con refuerzos, y, acto seguido, mandó les obsequiasen con toda clases de suntuosos regalos y la invitación de llenar sus naves con todas las especias que quisieran. Los portugueses se despidieron lanzando cañonazos que rozaron el palacio del Rajá. Antes de abandonar la costa de Goa, Da Gama aprovechó para destrozar una flota entera de embarcaciones indias y a pasar por el cuchillo a todos los supervivientes.
Sólo un tercio de la tripulación logró regresar a Lisboa. Da Gama fue generosamente recompensado por su rey. Tal como temía el rajá de Calicut, el viaje del portugués significó un aciago punto de inflexión en la historia del océano Índico del que aún no se ha recuperado.