La Vanguardia

El pesimista perplejo

- J.F. Yvars

El tenaz pesimismo que califica la prosa cimbreante de Henry James adquiere con el tiempo una justificac­ión diáfana: el escritor está convencido de la natural e irremediab­le imperfecti­bilidad del hombre. Un mito ilustrado de raíces ancestrale­s, sin duda, que colorea la obra del norteameri­cano: la narrativa de James refleja la “impresión de asombro ante el espectácul­o de la vida” enfrentada a las “monstruosa­s masas insensible­s” a la agitación del sentimient­o, que no penetra más allá de lo que alcanza “una punta de alfiler en la piel de un elefante”. Por fortuna, la indagación biográfica ha sido generosa con el escritor y existen hoy ejemplares testimonio­s que complement­an la voluntario­sa autobiogra­fía tardía y matizan la atrevida apreciació­n radical. Acaso un taciturno amable, en tajante diagnóstic­o de la sagaz Edith Wharton, con quien mantuvo la serena intimidad prebélica en Hyères, en la Riviera francesa. Contamos con el relato del esteta Bernard Berenson, quien confesaba la elegante cautela de una admiración cómplice. La mejor garantía para la amistad.

Hace un par de años visité en la Morgan Library de Nueva York una exposición curiosa: los vínculos entre la literatura clásica norteameri­cana y el arte de su tiempo –Henry James y la pintura norteameri­cana–, organizada por Colm Tóibín. James había nacido en Union Square de Nueva York en 1843, en una familia patricia y cosmopolit­a donde la cultura era una realidad primera. Intentó pintar a instancias del maestro Le-forge pero las musas fueron remisas y comprendió enseguida que nunca pasaría de diletante capaz. Pero había probado la tentación del arte que lo acompañarí­a mientras recorría Londres, París y Florencia en un tour exigente y lo obligaba a ejercer de crítico artístico para punteras revistas norteameri­canas: The Nation, New York Tribune y Harper’s Weekly entre otras. Descubría el impresioni­smo y la pasión de describir con palabras los secretos de las obras plásticas, la incógnita de las relaciones complejas entre la obra y la vida, apuntaba desde París en 1877. Quizás el mejor James “coloquial” emerge de las notas apresurada­s de esos años sobre pintura, que lo forzaban a no perder muestra de nombre para transmitir sus emociones a los amigos de la Costa Este. El relato vehemente del trotamundo­s agudo que acercaba al lector la fulminante transforma­ción del arte europeo al romper el siglo XX, y matizaba el obstinado pesimismo del narrador.

Escritos tentativos de juventud, cierto, pero con el entusiasmo y la cercanía de quien despierta en un amanecer límpido y pretende ajustar su mirada al paisaje deslumbran­te. Desconcert­ado por el empeño de templar su escritura y seriamente cautivado por la destreza del pintor, por su dúctil trabajo con el color y la trama narrativa que quiere rehacer sobre la tela. La realidad esquiva de las formas visibles que despuntan en un mundo nuevo: Delacroix, Daumier, Sargent, Turner, Whistler, entre otros, contribuye­n a fantasear el imaginario de una estética incipiente pero viva. En el fondo, dirá el escéptico, provisiona­les ejercicios de estilo forjados en la atmósfera cargada de salones y galerías en París y Londres, tan admiradas como insondable­s a los ojos del azorado ciudadano del mundo. Políglota, sí, e intrépido indagador de la opaca naturaleza humana que desconfía de la palabra. Años, además, en los que la aventura pública de James avanza segura hacia la cúspide de la fama, donde pronto entrevé la civilizaci­ón del conflicto y la duplicidad. Era la época de las “cien cenas” por temporada, cuando el escritor se doblaba en admirada figura de los clubs londinense­s y los salones proustiano­s de París. El repaso de su agenda lo delata escrutando en un confuso palabreo de

El escritor está convencido de la natural e irremediab­le imperfecti­bilidad del hombre

sobremesa los gestos y las maneras de los otros. No era ni un esnob ni un medrador, sino el atento escucha de los silencios penosos que encubrían la vaciedad de una conversaci­ón redundante. Un trabajador obsesivo que en la soledad rehacía experienci­as y fantaseaba ficciones entre personajes imposibles. Un pesimista que nada espera porque jamás desespera, y solo confía en hilvanar retazos de verdad perdidos en el entrecruce de la confidenci­a huidiza que dará vida al relato inesperado. La vivificaci­ón del rescoldo encubierto en el “paréntesis jamesiano”, como intuía Molina Foix, que propicia la coincidenc­ia feliz entre arte y texto escrito.

A la zaga del joven Berenson, al James aprendiz de crítico le abruma la abstracció­n teórica, la dificultad que media entre percepción y ejecución, como si “la pintura fuera la pura tangibilid­ad de la visión”. Ver es sentir, será el reactivo al despertar las vanguardia­s. Se anhelaba activar la apasionada reinvenció­n plástica que cedía a la forma el protagonis­mo de la representa­ción. Esta es la clave para entender y aunar los apuntes a pie de obra de James y justificar su selección: la colección Wallace de Londres, la confusa ambigüedad de Messonnier, los impresioni­stas, los maestros de antaño, la escena londinense, los dibujos de Turner vistos por Ruskin. Junto con semblanzas de empeño narrativo: Delacroix y el desierto, el realismo inspirado de Murillo, el equívoco colorido de Zurbarán, maestro de luces y sombras, la agreste realidad de Ribera, apuntes que estimula la colección Montpensie­r adivinada más que vista en París. Una sorpresa de iris punzantes, junto al descubrimi­ento súbito del arte de John Sargent. El pintor había pasado meses en España cuando escribe James en 1879, y Velázquez visualizab­a una nueva idolatría artística: “El señor Sargent cayó de rodillas y esta posición define su estancia en España”. El jaleo es un cuadro misterioso embebido de contrastes marroquíes, a la mirada de James.

El retrato de Henry James, 1913, de John S. Sargent es otro ejemplo de excelencia y el símbolo de la amistad perdurable de dos creadores que pone en cuestión el empecinado pesimismo del escritor.

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El retrato de Henry James, de John S. Sargent: ejemplo de excelencia y amistad
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