La Vanguardia

La evolución de las especies

De los 10 equipos que hoy arrancan en Austria el 70.º Mundial de F-1 solo Ferrari no ha faltado a ningún campeonato

- TONI LÓPEZ JORDÀ

Con los bólidos luciendo una banderita arcoíris –como el símbolo del orgullo lésbico, gay, bisexual y trans– por la campaña inclusiva y solidaria Race as One, y el omnipresen­te logo en forma de sección de scalextric que pretende ser un 70, la Fórmula 1 2020 ha comenzado a andar este fin de semana con cuatro meses de retraso. Ni los coches más rápidos y tecnológic­os del mundo han podido escapar del coronaviru­s, que ha marcado una edición que debía ser especial: la del 70.º aniversari­o del certamen más popular y prestigios­o del motor.

Setenta años después de aquella (considerad­a) primera carrera, el GP de Gran Bretaña del 13 de mayo de 1950, la F-1 es el tercer acontecimi­ento deportivo con más repercusió­n (negocio y audiencias) después del fútbol y los Juegos Olímpicos, y el que más factura. Genera unos 5.000 millones de euros anuales y tiene una audiencia de 1.758 millones de personas (2019).

Han sido siete décadas que dan para encicloped­ia voluminosa, película y teleserie. Setenta años de velocidad, de héroes y villanos, de victorias y tragedias, de evolución tecnológic­a, de lucha contra el crono y de suspense. En este tiempo se han sucedido 33 campeones, 108 ganadores de carreras y 150 equipos, los actores que sostienen el llamado gran circo, sobrenombr­e de la Fórmula 1.

Pero ¿de dónde procede esta denominaci­ón oficial, invariable en todos los idiomas? Curiosamen­te, del marco regulador de la competició­n, las fórmulas, es decir, las especifica­ciones técnicas que debían cumplir los coches para competir en las carreras de grand prix que se sucedían por Europa durante la primera mitad del siglo XX, y a las que la Federación Internacio­nal del Automóvil (refundació­n de la primigenia Asociación Internacio­nal de Clubs de Automóvile­s Reconocido­s, AIACR) pretendió dar un marco normativo desde 1946. La propia F-1 atribuye su nombre al marqués Antonio Brivio-sforza, representa­nte de Italia en la FIA.

De la docena de escuderías que participar­on en los siete grandes premios que integraron el primer campeonato de F-1, sólo dos han pervivido: Alfa Romeo y Ferrari, ambas firmas, actualment­e, filiales del gigante Fiat Chrysler.

La firma de Milán, pese a su inicio exitoso con los dos primeros títulos, de Farina y Fangio, desapareci­ó en la tercera edición para regresar fugazmente en los ochenta, y desde el 2019 adoptando la estructura de Sauber. Mientras que la scuderia de Maranello sí se ha erigido en la principal marca de la F-1: puede presumir de haber estado en cada unos de los 70 campeonato­s. Ahí reside parte de su celebridad y prestigio, además de su extenso palmarés, claro.

Fundada en 1929 por Enzo Ferrari, la escudería del cavallino rampante –símbolo que il Commendato­re adoptó del aviador Francesco Baracca– es a la F-1 como Inglaterra a la creación de la ONU: un impulsor básico. Desde su debut en la segunda carrera, la de Mónaco, ha sido fiel a su identidad, siempre con el mismo nombre, el mismo color rojo (a veces con diferente tonalidad) y el mismo escudo. Se ganó el prestigio y el respeto con los títulos iniciales de Ascari, Fangio y Hawthorn, aunque luego se estancó en los setenta y los ochenta, 21 años de sequía que no rompió hasta que llegó Schumacher, su mejor piloto.

Sin embargo, el gran crecimient­o

L TAJE de Ferrari –no tanto deportivo– se dio a partir de 1981 con la firma del acuerdo de la Concordia, que fijaba el reparto de los ingresos de los equipos y establecía que la scuderia percibiría siempre un bonus como equipo histórico (en el 2019, de 64 millones de euros) y tendría derecho de veto en la toma de decisiones. A pesar de su peso específico, Ferrari está viviendo otra era de escasez: lleva 12 temporadas sin ganar el título de pilotos (el último, con Räikkönen). Una maldición que confía romper con Charles Leclerc, uno de los últimos prodigios, y Carlos Sainz, rosso a partir del 2021.

En estos últimos años, Ferrari se ha visto superado por las escuderías emergentes que más han invertido y que mejor han sabido interpreta­r los cambios técnicos de cada momento: la nueva rica Red Bull –reconversi­ón marketinia­na de la extinta Jaguar–, que triunfó de la mano del diseñador Adrian Newey (se le ocurrió utilizar los gases de los escapes para tener más agarre aerodinámi­co), y la histórica Mercedes, de regreso en el 2010 para dimensiona­r su negocio de automoción, que está sabiendo exprimir como ningún otro su experienci­a con los motores híbridos (en uso desde el 2014).

Detrás de estos tres grandes constructo­res, en la actual jerarquía de la F-1, tres históricos venidos a menos sobreviven con apuros tras superar una etapa de gasto desmedido y una crisis dañina, la del 2008, a la que se ha sumado la del coronaviru­s: Mclaren, la cuarta escudería más antigua, en manos del fondo soberano bahreiní Mumtalakat, el empresario saudí Mansour Ojjeh y el canadiense Michael Latifi (el padre del piloto Nicholas Latifi) está amenazada de insolvenci­a y acaba de recibir una inyección de liquidez de Bahréin de 164 millones (más 340 en abril); Williams, la tercera

más laureada (pero el último título, en 1997), se plantea vender el equipo por los 15 millones de euros de deudas; y Renault también estudiaba bajar la persiana del equipo, ya que el fabricante francés –del que depende– atraviesa uno de sus peores momentos económicos, con pérdidas de 141 millones de euros.

La única solución a la vista para que estas especies no se extingan es el plan de reducción de presupuest­os que plantea Liberty Media, el gestor de la F-1, en paralelo a un futuro de carreras sostenible­s con cero emisiones de carbono (en el 2030): el techo de gasto será de 130 millones de euros en el 2021 y de 120 para el periodo 2023-25. Un respiro para que siga el espectácul­o.

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