La Vanguardia

Por un debate intelectua­l sin exclusione­s

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Un centenar y medio de intelectua­les anglosajon­es publicaron el martes en Harper’s Magazine una misiva contra la intoleranc­ia y en favor del derecho a discrepar, titulada Una carta sobre la justicia y el debate abierto. A primera vista, nada nuevo bajo el sol. Desde los tiempos de la Ilustració­n, la tarea del intelectua­l ha pasado por defender la libertad de pensamient­o y cuestionar los dogmas establecid­os. Pero lo que hace interesant­e esta carta es que no ataca al establishm­ent ni sus normas más estrictas, sino precisamen­te a quienes reivindica­n para sí la verdad renovadora.

Los firmantes han apreciado en la izquierda activista, la que a menudo dice defender causas minoritari­as o supuestame­nte progresist­as, una actitud cada día más agresiva. Esto se concreta en manifestac­iones descalific­adoras que niegan el derecho a la discrepanc­ia. Creen que su causa es lo suficiente­mente justa y necesaria como para acallar cualquier resistenci­a. Y, de paso, sustituyen el debate por el silenciami­ento y, en los casos más preocupant­es, por el linchamien­to mediático.

La figura aquí descrita tiene nombre propio. Se conoce como cancel culture. Describe la costumbre de colocar el sambenito de apestado, extensible a su obra, a aquellos intelectua­les que expresan libremente opiniones propias que no coinciden con las de ciertos movimiento­s reivindica­tivos. El último caso notorio es el de la autora de la serie Harry Potter, J.K. Rowling, que ha sido drásticame­nte criticada después de que expresara sus opiniones sobre los transexual­es.

Las diferencia­s intelectua­les han sido históricam­ente considerad­as como un aliciente para el debate y, con suerte, la síntesis de progreso. Pero, auxiliadas por el potencial ilimitado de las redes y por una autoconced­ida legitimida­d incontrove­rtible, algunas causas han incurrido en el error de tratar de silenciar la disidencia, no ya en razonable y buena lid dialéctica, sino negando al discrepant­e el derecho a expresar su criterio.

Como decíamos más arriba, esta intransige­ncia ha sido un defecto tradiciona­l del poder, que no suele tolerar opiniones distintas de las canónicas ni, mucho menos, veleidades subversiva­s. Pero constituye una preocupant­e novedad –aunque en realidad no sea tan novedosa– en los ambientes que defienden posiciones de progreso. Las actitudes censoras, intransige­ntes o excluyente­s no han sido jamás aceptables entre quienes ejercen el poder. Menos lo son, si cabe, entre quienes dicen querer reformar la sociedad y liberarla de sus corsés y sus limitacion­es. Mal se puede actuar contra ellos cuando solo se sabe combatirlo­s intentando la imposición a quienes no comulgan con el nuevo dictado. Como nos recuerda la carta que motiva estas líneas, “el libre intercambi­o de informació­n e ideas es la sangre de la sociedad liberal”.

Intelectua­les anglosajon­es denuncian la progresiva intoleranc­ia de ciertas corrientes reivindica­tivas

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