La Vanguardia

¿Y si me llevo el gato al curro?

- Isabel Gómez Melenchón

Ala hora de planificar los desconfina­mientos varios y vueltas a la irrealidad de todo tipo, nos estamos olvidando, como siempre, de uno de los elementos decisivos para nuestra salud física y mental, que son en realidad la misma cosa. Las mal llamadas mascotas han acompañado a unos, bajado la presión arterial a otros, facilitado el paseo a unos cuantos e incluso nos han permitido a los que tenemos que cambiar el arenero un par de veces por semana comprobar si nuestro sentido olfativo permanecía intacto.

Durante meses hemos compartido la vida con ellos. ¿Y ahora, qué? Cada perro, gato o mosquito tigre tiene su propio carácter único, pero lo que es seguro es que para ellos, como para nosotros los humanos, todo esto ha tenido consecuenc­ias, así que por una vez dejemos de mirarnos el hocico y fijémonos en los suyos. La primera reacción de nuestros compañeros fue de desconcier­to; acostumbra­dos a vernos de Pascuas a Ramos por los horarios laborales, de pronto nos plantamos durante horas ante la nevera o en el sofá –yo, delante de la tabla de planchar, que es donde tengo instalado el ordenador con el que esto escribo–, digo nos dedicamos a chocar con ellos por las esquinas, porque las dimensione­s de las casas no dan para más, y yo me pregunto ¿en qué estarán pensando? Pienso, valga la redundanci­a, en mis gatos, materia en la que soy genéticame­nte experta: sí, mi madre y mi abuela ya recogían gatos descarriad­os; no, mi Z no los recoge, se descarría con ellos, pero esa es otra historia. Perros y gatos reaccionan de manera muy diferente. Mi gato Gordo, por ejemplo, oscilaba entre la alegría de sentirse parte de una familia y no de un televisor, y el mosqueo de sabernos ojo avizor cuando se disponía a atacar las patas de la mesa, herencia familiar como dicen en las revistas de decoración cuando la has recuperado del trastero. Al final, llegamos a una entente más o menos cordial, como hacemos las personas humanas o no cuando no tenemos más remedio.

Cada vez que ahora salgo de casa Gordo observa fascinado la parafernal­ia: los zapatos en la entrada, el vaciado de los bolsillos, la mascarilla. Pienso que si fuera un perro guardián llevaría fatal esto de no ver claro quién entra y quién sale, pero Gordo viene de la calle y sabe que es mejor no hacer muchas preguntas. Sé que me echará de menos cuando volvamos a la auténtica normalidad. Yo voy a echar de menos hasta a las hormigas.

Por favor, piensen en ellos y cuídenlos, ellos ya lo hacen con y por nosotros. Siempre.

Menudo dilema el de los perros guardianes al ver entrar a alguien

con mascarilla

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