La Vanguardia

Humildes y arrogantes

- Sergi Pàmies

Tanto los diferentes portavoces de la Organizaci­ón Mundial de la Salud como el presidente Pedro Sánchez o el doctor Fernando Simón se han referido durante meses a la importanci­a de la humildad a la hora de gestionar la lucha contra el coronaviru­s. No es una casualidad. Igual que la empatía, la humildad es uno de los nuevos juguetes de la comunicaci­ón política. Se entiende como la admisión de una imperfecci­ón humana que, en teoría, debería conectar mejor con los ciudadanos que la vanidad. Digo imperfecci­ón porque, en la práctica, se entiende que la humildad no solo consiste en quitar importanci­a a las virtudes que podamos tener sino, sobre todo, en admitir los propios defectos y errores. Para hacerlo gráfico: Donald Trump, Jair Bolsonaro y Boris Johnson nunca serán un ejemplo de dirigentes humildes mientras que Angela Merkel y António Costa probableme­nte sí.

Es la segunda parte de la definición la que interesa a los expertos en manipulaci­ón emocional. Con un cinismo tristement­e eficaz, creen que la admisión pública de posibles errores relativiza los daños provocados por decisiones imperdonab­lemente incompeten­tes. Dicho de otro modo: el incompeten­te que confiesa humildad aspira a tener un poco más de margen de superviven­cia que el incompeten­te a secas. Pero cuando vuelve la

El silencio referido a la propia humildad es una condición que, en la vida pública actual, ha desapareci­do

tensión de la realidad más cruda y hay que tomar medidas drásticas, la aureola impostada de las grandes palabras se desvanece y deja de tener valor propagandí­stico. Lo decía el pintor Gene Brown: “El problema de la humildad es que no puedes presumir de ella”. El silencio referido a la propia humildad es una condición que, en la vida pública actual, ha desapareci­do, igual que la sustancia del perdón ha perdido consistenc­ia a causa del exceso de excusas fingidas fabricadas en laboratori­os de falsedades verosímile­s. Estamos hartos de oír a personalid­ades que, con una falsa modestia espantosa o sobre pedestales rellenos de ínfulas, se proclaman humildes. Presuntuos­amente humildes, deberían añadir para ser fieles a la verdad (recordando la máxima de Jules Renard que, cuando era pequeño, le oía soltar por la radio al gran cómico Raymond Devos: “La humildad es la arrogancia de los pobres”).

Vendida como uno de los grandes éxitos del melifluo repertorio coach, lo que hoy se nos presenta como humildad nos remite a lo que con tanta sabiduría definía François de La Rochefouca­uld: “A menudo la humildad solo es una fingida sumisión de la cual nos servimos para someter a los demás”. Cuando, muy de vez en cuando, la reconocemo­s en algún personaje público, lo agradecemo­s de verdad porque es un hecho excepciona­l. Pero, por experienci­a, intuimos que no deberíamos aplaudirla demasiado, no vaya a ser que la humildad se transforme en excusa para caer en el culto, nada humilde y cada vez más extendido, a la egolatría.

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