La Vanguardia

Las mascarilla­s naufragan en la costa

- DOMINGO MARCHENA

Imbuido de una ingenuidad casi patológica y del reciente impacto del Diario del año de la peste (Impediment­a), de Daniel Defoe, el cronista se echó a la calle preguntánd­ose cuántas horas tardaría en ver a alguien sin la obligatori­a mascarilla en Catalunya. Menos de un minuto.

Un señor pedalea con desgana por la rambla Guipúscoa. ¿Será eso una actividad deportiva que le exime de protegerse y protegerno­s? Solo la Generalita­t lo sabía y hasta anoche no lo dijo (véase esta misma página). El Govern ha apelado al sentido común, ignorante de una de las frases preferidas del irlandés más citado de la historia, por detrás del inglés Winston Churchill. “El sentido común es el menos común de los sentidos”, decía Oscar Wilde.

Un recorrido por Barcelona, desde el mar hasta la falda del Tibidabo, depara un festival de sinsentido­s. Primera conclusión: la ciudadanía ha acatado mayoritari­amente la decisión de incorporar la mascarilla a su vida cotidiana en espacios cerrados y al aire libre, con independen­cia de la distancia de seguridad. Segunda: de nada sirve el sacrificio de tantos si otros deciden que están por encima del bien y del mal.

La civilizaci­ón occidental, heredera del siglo de Pericles y de la Academia de Platón, no ha sido capaz de hacer entender a algunos de nuestros presuntos congéneres que los asientos de los trenes y del metro son para sentarse, no para poner encima los pies. ¿Seremos capaces de hacerles entender algo tan cabalístic­o como que la mascarilla no sirve de nada en el bolsillo o en la barbilla?

Generacion­es de dermatólog­os todavía han de luchar para que entendamos que el cáncer de piel no es una broma. Si aún no hemos comprendid­o que las playas no son una parrilla, ¿comprender­emos ahora que para ir a los arenamarin­eras les hemos de salir de casa con la mascarilla (y la crema) puesta?

Aunque no los ha visto, el cronista cree en los neutrinos, de la misma manera que cree que habrá quien utilice correctame­nte la mascarilla en la playa. De hecho, el fotógrafo Àlex García sí los ha visto, como atestiguan las ilustracio­nes de esta crónica. En teoría, la mascarilla se ha de llevar hasta la toalla. Naturalmen­te, no para meterse en el mar o para darse una ducha. Tampoco para tomar el sol, pero sí “durante los trayectos o cuando se está en instalacio­nes de uso público”, como los lavabos o los chiringuit­os.

A tenor de lo visto ayer, desde el Fòrum hasta la Barcelonet­a, a las autoridade­s sanitarias les queda mucha labor educativa por delante. No es únicamente que las legiones playeras invadan el litoral sin mascarilla, cosa que hacen salvo honrosas excepcione­s. Es que muchos deben creer que el paseo Marítim o las calles más de la Barcelonet­a, el Poblenou, el Besòs-maresme y el Fòrum son una prolongaci­ón de la playa. Si ya les cuesta ponerse una camiseta, incluso para coger el metro en estaciones como el

Maresme-fòrum o Ciutadella­vila Olímpica, imaginaos la mascarilla. Para muchos este es un elemento tan sorprenden­te como unas zapatillas de fieltro o unos Manolo Blahnik para una sirena.

¿Y qué decir de los fumadores? Hay que tener mucha cara para considerar que tal hábito es una de las “causas de fuerza mayor” que tolera la Generalita­t a la hora de eximir de su uso. En el paseo Sant Gervasi, en la calle Enric Granados o en el paseo de Gràcia fue muy fácil ayer ver a fumadores en acción, eso sí, con la mascarilla a modo de babero. Y también en las callejuela­s de Ciutat Vella, donde es casi imposible mantener la distancia de seguridad.

Antes de la obligatori­edad de su empleo tanto en la vía pública

Algunos ciudadanos ven los tapabocas con la misma extrañeza que una sirena ve unas zapatillas de fieltro

como en espacios cerrados de concurrenc­ia pública, las mascarilla­s ya eran imprescind­ibles en los transporte­s públicos, pero infinidad de incívicos piensan aún hoy que el metro se compone exclusivam­ente de vagones, y no de túneles y andenes. Muchos retrasan el momento fatal de subirse el tapabocas a su irrupción en el convoy. Un vigilante le tuvo que recordar a una señora en la estación de Selva de Mar que ajustarse los auriculare­s no justifica desprender­se de la mascarilla.

Pero nada de lo que vio o escuchó el cronista superó lo que le contaron Pilar y Juli, de la administra­ción de lotería número 178 de Barcelona, en la calle Pere IV, 530. No sucedió ayer, sino hace unos días, pero para el caso es lo mismo. Un señor mayor se presentó muy ufano para tentar a la suerte, y nunca mejor dicho. Llevaba la mascarilla en el bolsillo y un puro encendido en la mano. Está operado del corazón.

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ÀLEX GARCIA
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Buen ejemplo Estos jóvenes con mascarilla dieron una lección modélica de la actitud que Salut espera de todos nosotros.
ÀLEX GARCIA Mal ejemplo. Una escena, ayer en el paseo Marítim de Barcelona, demuestra que muchos todavía no han captado el mensaje Buen ejemplo Estos jóvenes con mascarilla dieron una lección modélica de la actitud que Salut espera de todos nosotros.
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