La Vanguardia

Ciudades de sangre

- Antoni Puigverd

De todos los tópicos que la pandemia ha suscitado, el más persistent­e es el que describe el virus como un acelerador de cambios. Cambios positivos como el del reforzamie­nto de la Unión Europea (no dudo de que se va producir). O negativos como el descontrol de la seguridad. Lo pensé leyendo unas declaracio­nes en The New York Times. “Nunca había visto una mezcla de desesperac­ión, tristeza y rabia como la de ahora”, decía Michael L. Pfleger, un sacerdote blanco, apasionada­mente arraigado en un barrio negro de Chicago.

El balance de la violencia armada en EE.UU. durante las celebracio­nes festivas del 4 de julio es estremeced­or. Según el Gun Violence Archive, cerca de 160 personas murieron a tiros y 520 cayeron heridas. En Chicago, en poco más de quince días, han muerto nueve jóvenes menores de edad. Entre el 2 y el 5 de julio, la policía identificó cuarenta y siete episodios de violencia armada con un total de 87 víctimas de diversa considerac­ión. De entre los 17 muertos, un niño de 14 años y una niña de 7. El sacerdote Michael L. Pfleger, que está curado de espantos, pues lleva décadas trabajando con la comunidad negra para combatir el racismo, la droga, la prostituci­ón y la violencia, está desolado. Chicago tiene fama de ser una ciudad peinada por los vientos (no se sabe si por las corrientes frías que envía el lago Michigan o por un tornado que barrió la ciudad en 1876). Mosén Michael dijo: “La ciudad del viento se está convirtien­do en la ciudad de la sangre”.

En Atlanta, entre el 3 y el 5 de julio, cayeron a tiros 31 personas, cinco de las cuales murieron. Entre ellos, una niña de 8 años, Secoriea Turner, afroameric­ana, que estaba en el asiento trasero del coche familiar. Su madre conducía por la zona en la que, semanas atrás, Rayshard Brooks, afroameric­ano de 27 años, fue asesinado por la espalda por un policía blanco. Desde entonces, un grupo de afroameric­anos ha ocupado el lugar en señal de protesta. Muchos de ellos están armados porque en el estado de Georgia es legal exhibir por la calle las armas propias, si se cuenta con el permiso. Puro far west. El grupo impedía el paso por una calle, pero la madre de Secoriea pasó. Puesto que desobedeci­ó la orden de bloqueo, dispararon contra ella. La ley del más fuerte. Afroameric­anos matando afroameric­anos. Keisha Lance Bottoms, alcaldesa de Atlanta, que también es negra, dijo, desolada: “Ya no se puede culpar a un agente de la policía. No podéis excusaros en la necesidad de una reforma de la justicia penal”. Y remachó en primera persona del plural: “Nos hacemos más daño del que pueda causar un policía cualquiera”. Palabras que recuerdan a las que dijo Obama, antes de ser elegido, en un discurso en una iglesia de fieles afroameric­anos.

No es la primera vez que sucede. En Perspectiv­as de guerra civil (Anagrama), un libro de 1994 que hay que volver a leer, Hans Magnus Enzensberg­er hablaba de la generaliza­ción en todo el mundo de violentos conflictos fratricida­s. Una violencia no sistemátic­a como la de una guerra, sino molecular. Una violencia autista, irreflexiv­a, instigada por el odio al diferente o al extraño. A menudo el pretexto de la violencia no puede ser más pintoresco: son frecuentes batallas campales en EE.UU. entre los que llevan mascarilla y los que no. También en Europa: han matado a un conductor de autobús francés que reclamó a unos chicos que se la pusieran.

Hablamos de una violencia espontánea, descabella­da, que hace imposible la vida en ciudades y barrios, y es infinitame­nte más perjudicia­l para los pobres que para los ricos. Una violencia que tiende a ser gratuita incluso cuando se disfraza con mensaje político (yihadismo, extrema derecha, guerrillas). ¿Qué diferencia hay, en realidad, entre los grupos de narcos que hacen imposible la vida en tantos barrios y regiones de Latinoamér­ica y estos grupos violentos de negros que reaccionan a la violencia policial ejerciendo la violencia en sus propios barrios? Es una violencia nihilista y autodestru­ctiva.

Enzensberg­er cita una guerrilla de Mogadiscio que destrozó completame­nte el único hospital de la zona: allí se recuperaba­n los enfermos del pueblo, pero también los propios guerriller­os heridos. Autodestru­cción. Lo mismo ocurrió en Los Ángeles después de que alguien grabara en vídeo como unos policías apaleaban a un negro en una gasolinera hasta matarlo. La violencia reactiva de los barrios negros fue muy peculiar: destrozaro­n sus propios centros cívicos, médicos y escolares. Arrasaron sus barrios. Algo parecido ocurre con frecuencia en las banlieues francesas. Barrios con basura esparcida y fealdad obligatori­a, en los que no funciona ni un miserable buzón, con parques arrasados, las escuelas deteriorad­as, los campos deportivos arruinados.

No tiene nada que ver con lo que sucedió durante meses en Catalunya como reacción a las condenas independen­tistas. Aunque un elemento de fondo los conecta: la violencia simbólica o real, sea desobedien­cia pacífica o a tiros, es siempre autodestru­ctiva y perjudica a aquellos a quienes supuestame­nte dice defender.

Enzensberg­er presagió la generaliza­ción

de violentos conflictos fratricida­s

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