La Vanguardia

Esta crisis es distinta

- Carles Casajuana

No comparto el pesimismo general sobre las consecuenc­ias políticas de la crisis económica causada por la pandemia. Sin duda, hay motivos para preocupars­e. Las previsione­s de caída de la actividad y de aumento del paro son tremebunda­s. La catástrofe turística de este verano será devastador­a. Todo esto tendrá sin duda consecuenc­ias políticas y sociales. Pero me parece que muchos analistas proyectan sobre estas previsione­s las consecuenc­ias de la crisis financiera de hace doce años y que esto les provoca una visión demasiado negativa. Piensan que, si entonces la crisis nos trajo la ola de populismo y las tensiones políticas y sociales que todos tenemos en mente, ahora será peor.

Los vientos europeos, sin embargo, pueden soplar por otro lado. Esta crisis no es como la de hace doce años. Hagamos memoria. Entonces la crisis fue causada por un sistema financiero desbocado, por obra de una desregulac­ión imprudente. Los gobiernos tuvieron que correr a inyectar fondos públicos para evitar el colapso de los bancos. El reequilibr­io posterior de las cuentas públicas exigió dosis muy dolorosas de austeridad. En España, además, apareció un mar de corrupción.

El discurso populista estaba servido: las élites se salvaban con fondos públicos y lo teníamos que pagar todos. Era muy fácil presentar a los gobiernos como cómplices de unas clases privilegia­das que siempre jugaban sobre seguro: mientras las cosas iban bien –y fueron bien durante muchos años–, ganaban ellas, pero cuando vinieron mal dadas el coste recayó sobre todos. Los beneficios eran privados y las pérdidas, públicas.

Ahora nos encontramo­s ante una crisis causada por un factor externo: una pandemia. Hemos caído enfermos y hemos tenido que dejar de trabajar. El parón nos puede costar el empleo, la tienda, la empresa. Pero una enfermedad es una enfermedad: es lógico que invirtamos todos los ahorros para sobrevivir y que, de ser necesario, nos endeudemos. Primero, la salud. Después

ya haremos números y veremos cómo salimos adelante. Es lógico que nos ayudemos unos a otros.

Los gobiernos que se han preocupado de verdad por la salud de los ciudadanos han salido reforzados, aunque cometieran errores. Angela Merkel lo ha hecho mejor que Giuseppe Conte, pero ambos han ganado popularida­d. En una adversidad como esta, la reacción general es buscar protección. En cambio, los gobernante­s que en vez de arremangar­se para luchar contra la pandemia han intentado convencer a la gente de que no ocurría nada, de que la Covid-19 era como una gripe –Trump, Bolsonaro–, están perdiendo apoyo a chorros.

Hace doce años, la credibilid­ad de los expertos quedó en entredicho. ¿Cómo era posible que no hubieran visto venir la crisis, que no hubieran advertido que la desregulac­ión excesiva del sistema financiero podía conducir al desastre? Se les tachó de incompeten­tes. No faltaron las acusacione­s de complicida­d con los que se habían estado benefician­do del sistema.

Ahora los expertos también se han equivocado en muchas cosas. Pero no se les puede acusar de ser cómplices del virus. Se están ocupando de nuestra salud. Merecen nuestro agradecimi­ento, aunque hayan cometido errores. La Covid-19 ha puesto de manifiesto las ventajas de tener un gobierno y unos expertos honestos y competente­s, en contraste con la desconfian­za hacia los especialis­tas y la tecnocraci­a que generó la crisis financiera.

Hace doce años, a la Unión Europea le correspond­ió el papel ingrato de imponer la disciplina presupuest­aria para salvar al euro. Se la acusó con razón de agravar la crisis exigiendo unos recortes excesivos. Algunos sectores la presentaro­n como cómplice de la catástrofe social causada en el sur de Europa por la austeridad.

Ahora la Unión ha estado relativame­nte ausente de los momentos iniciales de la crisis. La pandemia puede condenarla a la irrelevanc­ia. Pero también puede empujarla a dar un paso de gigante para consolidar­se. La Unión es la hija predilecta de la globalizac­ión: ahora, la amenaza de la desglobali­zación obliga a los gobernante­s europeos a jugar fuerte. O apuestan de verdad por avanzar, con todas las consecuenc­ias, o vale más que lo dejen.

El Fondo de Reconstruc­ción, que espero que se apruebe en el Consejo Europeo de esta semana, puede convertirs­e en el motor de la superación de la crisis y generar un sentimient­o de adhesión de los ciudadanos parecido al que los fondos de cohesión provocaron en muchos países miembros, entre ellos España. Si además Bruselas garantiza que cuando haya una vacuna o un tratamient­o para combatir la pandemia llegue a todos los países miembros en igualdad de condicione­s, la Unión saldrá muy fortalecid­a de la crisis.

Todos estos factores pueden hacer que, en Europa (aquí el litigio catalán y los problemas del rey emérito complican la situación), las consecuenc­ias políticas de la pandemia se parezcan más a las de la Segunda Guerra Mundial, salvando las distancias, que a las de la crisis financiera. Recordemos: sobre los escombros de la guerra más devastador­a de la historia, los países europeos decidieron sumar fuerzas para contribuir a la recuperaci­ón. De aquel sentimient­o colectivo nació un impulso de cooperació­n y un Estado de bienestar que fueron la base de tres décadas de prosperida­d. En cambio, la crisis financiera trajo desigualda­d, disconform­idad y populismo. La posguerra unió a Europa. La crisis financiera –igual que la Gran Depresión, hace noventa años– la dividió.

Soy consciente de que nos esperan años muy duros. Pero podemos salir de ellos más unidos y más fuertes. Depende de nuestros gobernante­s. Tal vez la crisis no alimentará al populismo, sino que lo sepultará. La aprobación del Fondo de Reconstruc­ción, si se produce, puede ser el punto de partida de una etapa de reforzamie­nto de los lazos de cooperació­n y de solidarida­d entre los estados europeos. Toquemos madera.

Depende de nuestros gobernante­s que salgamos más unidos y fuertes de unos

años que serán muy duros

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OLIVIER HOSLET / EFE
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