La Vanguardia

El auge soberanist­a

- Fernando Ónega

El otro resumen electoral del domingo es que los partidos estatales no progresan, salvo el PP en Galicia, pero con un severo castigo en Euskadi. Si la victoria gallega es mérito de Feijóo, la derrota vasca hay que cargarla a la dirección nacional. El Partido Socialista experiment­ó una subida tan mínima, que se puede decir que se estancó y, encima, humillado por el sorpasso soberanist­a. Y Podemos, que no es plenamente constituci­onalista, pero forma parte del Gobierno central, sufrió dos batacazos que en otros partidos hubieran supuesto dimisiones. En cambio, el progreso del PNV, la subida de EH Bildu y el salto del BNG indican que los nacionalis­mos están en auge.

Esto tiene dos lecturas. Una, que es lo normal por el ámbito de estas elecciones: se votaban parlamento­s y gobiernos autónomos, no la representa­ción en las Cortes. También ocurrió históricam­ente en Catalunya: nunca se votó igual en las elecciones generales que en las autonómica­s, porque el objeto de la votación era distinto. Cuando se trata de elegir a los representa­ntes y gobernante­s más próximos, se vota a las marcas y a los nombres también más próximos al ciudadano. Digamos que los partidos de dimensión estatal son para el votante regional lo mismo que la globalizac­ión económica para el mercado local. El caso de mayor crecimient­o ha sido el del BNG, y creo que no es ajeno a ese resultado el hecho de que Ana Pontón se mostró cercana, se presentó como “una mujer de aldea” y supo ser como cualquiera de sus paisanas. La aldea frente al mercado global. Y muy ilustrativ­o el caso de Podemos:

Urkullu y Feijóo actúan de cortafuego­s, pero Catalunya no los tiene, y ellos no van a vivir una eternidad

su coqueteo con el derecho de autodeterm­inación no le sirvió de nada. Al revés: no fue creído. El votante, como se sabe, prefiere al original.

La otra lectura tiene mucha resonancia en las tertulias madrileñas: si los partidos estatales pierden presencia en las institucio­nes regionales, la unidad del Estado puede llegar a estar en peligro. Otra vez el fantasma del “España se rompe”. Se pone como ejemplo a Euskadi: PNV y EH Bildu suman el 67 por ciento de los escaños del Parlamento vasco, una mayoría apabullant­e. A los partidos de cobertura estatal les queda un modestísim­o 33 por ciento y un alto grado de incompatib­ilidad entre ellos, a pesar de sus alianzas en otros lugares. Es probable que, en caso de conflicto, ganarían el nacionalis­mo o el soberanism­o.

Y es evidente, por tanto, que el problema que el Estado tiene con Catalunya se puede reproducir en el País Vasco. Por ejemplo, en la redacción del nuevo Estatuto de Autonomía. Es gran verdad que el Estado no supo o no pudo construir una fuerza política o un sistema de alianzas capaz de contrarres­tar el empuje soberanist­a. De momento se salva porque los ganadores del domingo, Iñigo Urkullu y Núñez Feijóo, actúan de cortafuego­s. Pero Catalunya, sobre todo si triunfan las maniobras de Puigdemont, no los tiene. Y Urkullu y Feijóo no van a vivir una eternidad.

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