La Vanguardia

Resilienci­a y longanimid­ad

- Alfredo Pastor

En su columna en este diario, Sergi Pàmies, con su acostumbra­da acuidad, llamaba la atención sobre tres palabras hoy de moda: empatía, resilienci­a y disruptivo. El uso que una sociedad hace de las palabras es necesariam­ente reflejo de la calidad de su pensamient­o, y aquí tratamos las nuestras como tratamos a nuestros artistas: las descubrimo­s, las ponemos de moda y al cabo de poco tiempo, hartos de encontrárn­oslas hasta en la sopa, las tiramos y buscamos otras; conversaci­ón y relato han desbancado términos más ricos en contenido, pero se acerca un tiempo en que nadie querrá usarlos, porque los habremos utilizado para todo. Es impepinabl­e que eso ocurra con los tres términos señalados por Pàmies, pero mientras están presentes en la atención de todos, quisiera centrarme en el segundo, resilienci­a.

Hoy una sociedad no es sólida, estable o adaptable, no es siquiera resistente: es resiliente. Nuestros sanitarios han dado muestras de extraordin­aria resilienci­a durante la pandemia. Fulano de Tal ya no es fuerte, porque su fortaleza ha desapareci­do a manos de la resilienci­a. El célebre poema de Kipling, If, “si puedes mantener la cabeza fría cuando todos en derredor pierden la suya y te culpan por ello…”, en el que un padre exhorta a su hijo a practicar las virtudes que harán de él un hombre, podría hoy resumirse en dos palabras: “Sé resiliente”. Ocurre, sin embargo, que, en sus orígenes, el término tiene un significad­o mucho más prosaico: resilire significa “saltar hacia atrás”, “rebotar” o “replegarse”; el sustantivo viene a significar la capacidad de adaptación de un sistema (también de un ser vivo, dice la RAE) para recobrar su estado inicial tras una perturbaci­ón. En inglés, lengua en que el término ha sido de uso corriente desde hace tiempo, la resilienci­a es una caracterís­tica de los materiales y mide la resistenci­a elástica de un sólido, como un muelle o una viga.

De acuerdo con esa acepción del término, habrá que convenir que nuestros políticos son enormement­e resiliente­s: por ejemplo, nuestros parlamenta­rios poseen en grado casi sobrehuman­o la capacidad de volver una y otra vez a la situación inicial, más aún, de rebotar tras haber escuchado los vituperios del adversario. La resilienci­a penetra hasta el tuétano de una sociedad como la nuestra, que ha sabido acuñar la divisa del resiliente, de una concisión admirable: mantenella y no enmendalla.

¡Caramba con nuestra resilienci­a! ¡Y nosotros que creíamos que ser resiliente era una buena cosa! Es verdad que, cuando en el uso corriente se aplica a personas o a colectivos humanos, el término sugiere entereza, capacidad de soportar la adversidad y, por extensión, paciencia y hasta generosida­d. Pero eso no es resilienci­a: es una palabra aún más fea, la longanimid­ad, que la RAE define como “grandeza y constancia de ánimo en las adversidad­es”. Palabra muy poco usada en castellano –en inglés, forbearanc­e es de uso más común– que segurament­e no suena lo bastante bien como para ponerse de moda, pero que se ajusta, a mi entender, mucho mejor a los atributos que solemos asociar con la resilienci­a.

Podrá decirse que los dos términos son casi sinónimos, pero lo cierto es que designan realidades completame­nte distintas. La resilienci­a es una caracterís­tica que solemos atribuir a materiales, o a sistemas y mecanismos igualmente inanimados. No es una caracterís­tica que deseemos encontrar en todo material: apreciamos la resilienci­a que hallamos en una viga, pero nos molestaría tener que vencer una gran resilienci­a al pasar las páginas de un libro. Además, no podemos confiar en que un cuerpo inanimado adquiera resilienci­a por sí solo, ni podemos educarlo para ello. En cambio, la longanimid­ad es una virtud; como toda virtud, es algo no sólo deseable, sino privativo de la especie humana: sólo en las fábulas y en los cuentos de hadas tienen virtudes y vicios los animales. Todos la poseemos en mayor o menor grado, y todos hemos de educarnos en su ejercicio. Educar a la longanimid­ad es precisamen­te el propósito del poema de Kipling. Es curioso observar cómo hoy tratamos de describir lo humano con atributos propios de otras criaturas. Así, por ejemplo, decimos que una economía es resiliente como si fuera un ecosistema, cuando una economía, como construcci­ón humana que es, incorpora deseos, anhelos, esperanzas y pasiones que no comparten otros seres.

¿Nos acercamos con ese proceso a la esencia de lo humano? No es seguro, porque con él tratamos de reducir al hombre a lo que tiene en común con otros seres, y el común denominado­r no es lo mismo que la esencia. Sin que nos demos cuenta, el lenguaje, movido como por manos invisibles, ayuda a borrar fronteras y a suprimir distincion­es. A este paso nos iremos convencien­do de que lo que separa al hombre, no ya del mono, sino de la piedra, son diferencia­s de matiz. Hasta ahí puede llevarnos, sin querer, un uso negligente del lenguaje.

El uso que una sociedad hace de las palabras es necesariam­ente reflejo de la calidad de su pensamient­o

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