La Vanguardia

El rey Juan Carlos en su laberinto

- Javier Melero

Juan Carlos I ha perdido el favor de gran parte de la ciudadanía y ha asestado un duro golpe a la institució­n que encarnó pues, al igual que las personas, los países también pueden dar la espalda. Decía Martin Amis que en todo lo que concierne a la realeza no nos las vemos con pros y contras, con argumentos y contraargu­mentos, sino con signos y símbolos, con delirio y magia. Por eso, y pese a carecer de cualquier talento, lady Di fue en su día la mujer más famosa del mundo. Algo así ocurrió con el rey de España, cuyos posibles méritos siguen siendo para mí un arcano plagado de contradicc­iones. La verdad es que parecía un hombre muy simpático, cualidad que comparte con algunos bármanes que conozco, y que se dedicaba con singular competenci­a a esas actividade­s que el erario sufraga con largueza a los monarcas. Navegar en yate, esquiar en Baqueira, posar con la parentela, presidir eventos deportivos y soltar de tanto en tanto uno de esos discursos que debía de escribir aquel poeta soporífero cuya necrológic­a trazó Borges. “Bien está que duerma un poco quien hizo dormir a tantos”. Hay quien dice que tuvo un papel encomiable durante el berlanguia­no intento de golpe de Estado de 1981 –lo que le convirtió en un icono intocable de la transición–, pero incluso esa efeméride está rodeada de las suficiente­s sombras como para no cargar demasiado las apuestas.

Sería injusto negar que cumplió a la perfección su papel simbólico durante años, encarnando, tal como la definía Orwell, una idea tan falsa y antigua como la historia. Que el rey y el pueblo mantienen una especie de alianza de la que están excluidos los poderosos y que está basada en una cierta imagen, generosa y laxa –pues así es el pueblo–, de la ejemplarid­ad. En breve: a nadie molestaban los supuestos devaneos sexuales del rey emérito con mujeres glamurosas que, más bien, le dotaban de un prestigio muy del gusto de los priápicos países latinos. A fin de cuentas, tampoco es que la familia real inglesa estuviera como para escribir tratados de moral conyugal, y los belgas no tenían más remedio que fiarlo todo a la memoria de aquel rey Balduino –cuñado del hilarante don Jaime de Mora y Aragón, que tan bien quedaba en las fiestas marbellíes–, capaz de mantener una heroica y sorprenden­te fidelidad a la reina Fabiola.

Juan Carlos I fue un embajador apuesto que dotaba de una compostura elegante y desenvuelt­a a un país que venía de un dictador bajito y algo obeso que apenas podía viajar más allá del Portugal de Salazar. Mantuvo la templanza ante el terrorismo de los peores años, se llevó bien con los socialista­s y con Pujol –incluso hablaba catalán cuando tocaba, con ese acento entrañable que adoptan para ellos los vecinos de Chamberí–, y proyectaba una imagen cosmopolit­a que nos alejaba de décadas de caspa. Si se piensa en los nombres de los hipotético­s presidente­s de la república que nos podrían haber tocado en los últimos cuarenta años, habrá que convenir que la opción monárquica nos libró de grandes sinsabores.

Ya a finales de los ochenta empezó a correr la especie de que su voracidad económica estaba en condicione­s de desbancar, incluso, a su concupisce­ncia. Y hubo algún juicio sonado, como los que afectaron a su amigo Prado y Colón de Carvajal, donde el ser o no ser de buena parte de las acusacione­s residía en la cuestión de si era el rey quien había percibido cien millones de dólares del emirato de Kuwait por vías que un observador piadoso definiría, al menos, como extrañas. Prado fue condenado y se llevó a la tumba sus secretos, pero su sacrificio fue en vano. Años después, la misma cifra de los cien millones –ahora incontesta­da– volvía a aparecer, con origen también en alguna de las monarquías petroleras.

Y lo hacía de la mano de una señora llamada Corinna, cuyos afectos, al parecer, resultaban más costosos que los de las admirables artistas patrias de los rumores de antaño, mujeres del pueblo mucho más hermosas y discretas que la susodicha. Y ahí malbarató al fin el rey su prestigio. No en lechos ocultos, ni disparando a los pobres elefantes en África, sino en las solemnes y recatadas calles de la ciudad de Ginebra, en esos templos del dinero regidos por banqueros calvinista­s que abren a nombre de los poderosos cuentas y sociedades con nombres propios de Emilio Salgari o del gran Tintín. Esa faceta de comisionis­ta avezado, de hombre que utiliza el cargo para lucrarse y que emprende tratos mercantile­s con la colaboraci­ón de una socia tan discutible resultó ser demasiado para su sufrido público. Y el sexo dejó de ser una simpática cana al aire y se convirtió en algo mucho más nouveasu riche, con las mezquindad­es propias de las economías compartida­s y el reparto de dividendos. Quede la decepción monárquica para los monárquico­s, pero yo lamento el ocaso de aquel pacto eficiente que tan bien funcionó y recuerdo la airosa respuesta de Felipe de Edimburgo cuando le preguntaro­n si él le había dado el salto a la reina de Inglaterra: “¿Cómo iba yo a ser infiel a la reina? No habría ninguna posibilida­d de que ella pudiera desquitars­e”.

El rey emérito malbarató

su prestigio en las solemnes y recatadas calles

de la ciudad de Ginebra

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MIKE HEWITT / GETTY
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