La Vanguardia

Prohibido ir bien

- Antoni Puigverd

En estos días en los que el coronaviru­s toma de nuevo la iniciativa en Catalunya, no puedo dejar de pensar que estamos dominados por una especie de fatum catastrófi­co. Un destino que nos arrastra al precipicio. Con alegría suicida empujan el país hacia abajo tanto la ciudadanía, que da muestras de inconscien­cia y frivolidad, como las autoridade­s catalanas, practicant­es de aquella idea tan castiza del amor patriótico: “La maté porque era mía”.

Llevamos tanto tiempo así que produce melancolía preguntars­e por las causas. Puede que la cosa ya no tenga solución. La política populista alimenta y halaga los instintos de la masa. Ahora bien, este halago no empodera, como se dice, a la gente. La envicia. En una sociedad infantiliz­ada a la que se le ha negado la posibilida­d de entender la distancia que va de desear una cosa a conseguirl­a, no se le puede pedir contención o conciencia de la gravedad de la pandemia. ¿Puede pedir responsabi­lidad quien no ha sido responsabl­e de sus actos, quien ha osado decir que dirige el país de manera vicaria, quien acorta o alarga el tiempo de su gestión presidenci­al de acuerdo, no con las necesidade­s colectivas, sino a intereses partidista­s? ¿Puede pedir obediencia cívica quien ha proclamado a los cuatro vientos la desobedien­cia?

Mientras coqueteamo­s alegrement­e con el precipicio, se han producido unas elecciones en Galicia y en el País Vasco que han demostrado, entre otras cosas, que el moderantis­mo es para el PP una fórmula mucho más fructífera que el radicalism­o. Hacer campaña en el País Vasco como si ETA no hubiera sido derrotada, parece una decisión pintoresca. Pero obedece a un rigorismo ideológico que, en vez de intentar resolver los problemas con flexibilid­ad y sentido del equilibrio, prefiere

¿Puede pedir obediencia cívica quien ha proclamado la desobedien­cia?

complicar las cosas. Mientras Feijóo repite el éxito con una fórmula ambigua que abraza el galleguism­o sin oponerse al españolism­o, en el País Vasco la campaña del PP abanderaba (y quizás añoraba) el heroísmo de los años de plomo.

ETA fue una repugnante respuesta asesina a la represión franquista en el País Vasco, que votó no a la Constituci­ón. Contra ETA lucharon y murieron también los que ya en los años de plomo buscaban salidas como las que ahora se van encontrand­o (Ernest Lluch). La patrimonia­lización de la lucha contra ETA dio un gran empuje al PP de Aznar en toda España, y, de paso, complicó mucho las cosas en Catalunya. Sabemos a donde conduce el tremendism­o unitarista español: a imposibili­tar una salida al eterno pleito territoria­l. A pesar de ello, no podemos cansarnos de repetir que el unitarismo solo conseguirá imponerse a golpes de ley (y también de policías); nunca obtendrá el consenso necesario en todos los territorio­s (por mucho que lo tenga en la capital). Parecería sensato, realista, positivo que el PP abrazara la fórmula flexibiliz­adora de Feijóo. No tendremos esa suerte. El fatalismo independen­tista encuentra su media naranja en el fatalismo unitarista. Los precipicio­s atraen.

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