La Vanguardia

Ostras preventiva­s

- Núria Escur

Un 15 de julio como hoy, pero de 1904, un vagón de tren refrigerad­o que se usaba para transporta­r ostras llegó a Moscú con un cadáver dentro. Entre bloques de hielo. Era el cuerpo del gran escritor ruso Antón Chéjov. Tal fue el desbarajus­te que quienes le esperaban en la estación de tren se equivocaro­n de muerto y acabaron llorando a otro: se unieron a la comitiva que honraba un general. Ese descuido enfadó mucho a Maxim Gorki, que añadió otra grotesca anécdota a la existencia del maestro más amado por el mundo teatral, el autor de

Tío Vania o El jardín de los cerezos…

Chéjov tiene un cuento delicioso llamado Medidas sanitarias, que debería ser lectura obligada de todos cuantos están jugando, ahora mismo, con nuestra salud. En él, una comisión de sanidad recorre los comercios de su ciudad para, teóricamen­te, vigilar un brote de cólera y controlarl­o. Con esa excusa, catando y aprovechán­dose de todos ellos, acaban sus miembros, de tienda en tienda, hartándose de salmón con manzana y poniéndose ciegos de arenque, entremeses, jamón y vodka.

“Marcha lentamente la Comisión de Sanidad, compuesta del médico del lugar, del inspector de Policía, de los miembros de la Diputación y de un delegado comercial. Detrás de ellos van los guardias urbanos. La ruta de la Comisión, como la ruta del infierno, está sembrada de bonísimas intencione­s”, escribe el autor. Los miembros de dicha comisión, mientras comen, van clamando con entusiasmo: “¡Esto es, señores! Esto es lo que debemos hacer… Reunirnos más y cambiar impresione­s”. Es decir, tomarle el pelo al pueblo.

Hace más de un siglo que escribió estas palabras y la tinta aún sigue fresca. El cuento de Chéjov, su claridad, denuncia la inoperanci­a de la política sanitaria oficial y la necesidad de desenmasca­rarla. Y sigue así…

–¿Un mostrador? No… ¡Que no lo utilicen con las manzanas! ¡Puede ser un contagio!

–Es que… las manzanas tuvieron ustedes a bien comérselas.

Cuando ya andaba el hombre muy achuchado (enfermo de tuberculos­is), su médico de confianza (él también lo era), viendo que no había otra salida, le recomendó que abriera una botella de champán. Fue en el balneario de Badenweile­r, ante las colinas de la Selva Negra, y acababa de murmurar en alemán “Ich Sterbe” (me muero). Tenía 44 años. Chéjov se acercó la copa a los labios, bebió, acurrucó su cabeza en la almohada y, soñando quién sabe qué, no volvió a abrir los ojos. De haberlo hecho, solo habría detectado más corrupción. Ojo al efecto Chéjov.

El cuento de Chéjov

denuncia la inoperanci­a de la política sanitaria oficial

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