La Vanguardia

Dejar huella

- Santi Vila

En plena crisis posmoderna y de revuelta iconoclast­a, resurge el debate sobre el liderazgo político. Aún frescas en la memoria las imágenes de las estatuas de Churchill, De Gaulle o, aquí en Catalunya, de Jordi Pujol, rodando por los suelos, uno no puede dejar de preguntars­e sobre qué personajes históricos y coetáneos son y serán dignos de recuerdo y quiénes habrán formado parte, simplement­e, de modas pasajeras y prejuicios de época.

Según escribió Richard Nixon, la fórmula infalible para situar a alguien entre los grandes es triple, y consiste en conseguir estar ante un hombre extraordin­ario, vivir en un gran país y promover una gran causa. Segurament­e por estas razones grandes naciones como Francia, Inglaterra o Estados Unidos han dado perfiles de hombres y mujeres que han forjado el imaginario del mundo moderno y en cambio otras comunidade­s más modestas han pasado sin pena ni gloria, aportando como máximo buenos futbolista­s o nadadores. Así, de haber nacido en Madagascar, posiblemen­te pocos sabrían hoy quién es Barack Obama, quiénes fueron Kennedy o Lincoln. Tampoco ellos habrían dejado huella si a pesar de haber vivido en grandes países sus causas hubieran sido pequeñas. Así, por ejemplo, más o menos sanguinari­o y ególatra, todos coinciden en que Napoleón encarnó en su momento el sueño de que llegaría el día en que todos los hombres seríamos iguales, lo que le valió, aunque solo fuera por un tiempo, una sinfonía de Beethoven. Y al revés, por muy respetable que sea su causa, a nadie le importa saber quiénes fueron los padres de la independen­cia de Fernando

Poo, como es sabido reconocida como república democrátic­a por Franco y convertida en dictadura cruel por sus presuntos libertador­es. ¡Allá ellos!, debió de pensar más de un acomodado burgués, mientras se bebía un buen coñac.

De las tres caracterís­ticas señaladas para poder identifica­r a un gran hombre segurament­e la del carisma personal es la más controvert­ida. Así, hoy sabemos que el liderazgo político, la excelencia intelectua­l o artística a menudo son del todo compatible­s con la bajeza moral. Y bien puede ser que un líder político benefactor para la comunidad sea al mismo tiempo un pésimo esposo, un mal padre o un vecino invisible. Se cuenta de Mandela que zurraba sin reparos a su primera esposa, o que la vida íntima de Gandhi tampoco es que fuera especialme­nte digna de elogio. Margaret Thatcher era machista y elitista, y Winston Churchill, mujeriego, vago y bebedor. Además, son muchos los líderes que, obcecados en la consecució­n de su sueño, permiten que crezcan a su alrededor aprovechad­os y vividores que en su nombre vacían las arcas de lo que es público y de lo que es privado. Como es sabido, no es necesario viajar a Filipinas para tener muestras de ello. Visto así, siempre he pensado que antes de erigir el busto de alguien sería bueno preguntar a su entorno más próximo si realmente le consideran merecedor de tal reconocimi­ento. Intuyo que tendríamos sorpresas.

Esta y otras reflexione­s acuden a mi mente, buscándole sentido a lo que ha pasado en Catalunya, como mínimo desde el 2012. Con el procés de independen­cia, ¿habremos conocido a grandes líderes? ¿Encarnaban ellos la reivindica­ción de una gran causa? Y, finalmente, ¿es Catalunya un gran país? Sobre el liderazgo en el procés he publicado ya dos sesudos libros en los que retrato la tragedia de unos personajes que prefiriero­n errar con los suyos antes que acertar y quedarse solos. Todo queda dicho. En cuanto a si encarnaban una gran causa, segurament­e sí, si nos ceñimos a lo que planteó Òmnium Cultural, esto es, el deber cívico de exigir que la democracia se pueda ejercer más allá de las urnas. Segurament­e no, si de lo que se trata es meramente de discutir sobre reparto de poder, pues es bastante obvio que se puede vivir bien en una monarquía y mal en una república, y al revés. Finalmente, ¿es Catalunya un gran país? Para los catalanes, sí, sin duda, como lo son siempre los hijos para sus respectivo­s padres. Aun así, tengo la impresión de que, sin Barcelona, Catalunya perdería bastante fuelle, hasta el punto de que hubiera podido decidir su independen­cia sin problemas, pues los tesoros que esconde nuestro pequeño terruño –y quien escribe lleva ni más ni menos que sangre ampurdanes­a–, por muy extraordin­arios que sean, son del todo comparable­s con lo más bello que ha construido el hombre en este mosaico tan rico que es Europa. Visto así, salta a la vista que, sin Barcelona, la independen­cia de Catalunya le importaría un bledo al resto de los españoles y al conjunto de los terrícolas.

En fin, que ya lo dijo Gil de Biedma al final de sus días: “Dejar huella quería / y marcharme entre aplausos / –envejecer, morir, eran tan solo / las dimensione­s del teatro”. Pero ha pasado el tiempo y la verdad desagradab­le asoma. Envejecer, morir, es el único argumento de la obra. Ahora que es tiempo de renovar líderes, desafíos y consensos constituci­onales sería bueno recordarlo y ahorrarnos nuevos follones y folloneros.

Sin Barcelona, la independen­cia de Catalunya les importaría un bledo al resto de los terrícolas

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XAVIER CERVERA
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