La Vanguardia

Defensa del placer

- Joana Bonet

Nos domina una sensación de paisaje arrasado, de manual de superviven­cia que destierra el placer. No es tiempo para sensualism­os, boca y nariz en profilaxis, aunque las corrientes de aire en las noches de verano acaricien los muslos y nos hagan cosquillas en la nuca. La sensación es “un modo confuso de pensar”, aseguraba Descartes, y en el imaginario occidental persiste la idea de que a la voluptuosi­dad la acompaña cierto halo de sospecha. Los sentidos permanecen envasados en conserva. No son frívolos ni ingenuos quienes agitan el salero de la poética para escapar del dictado de la actualidad y sorber el azul del mar. “No es momento para sutilezas”, dicta el ceñudo discurso de la crisis. Y la gente se siente atrapada dentro de una especie de crucigrama del cual no puede salir porque las palabras están mal definidas y la solución no va en el pie de página.

Históricam­ente, el pensamient­o hedonista fue combatido con tópicos y acusado de pretender romper con todo lo establecid­o, de negar el conocimien­to y la moral. Pero ahí tenemos a Epicuro de Samos retratado como un defensor del puro goce, cuando, lejos de bacanales y orgías, el pobre hombre vivió aquejado de intensos dolores físicos y sus enseñanzas no buscaban sino escapar del exceso, persiguien­do el equilibrio y la felicidad. Nuestra fragilidad también puede combatirse defendiend­o un deleite sin culpa, el mismo que nos empuja a sentir la necesidad del otro. Vamos escalando rutinas, y lejos de conspirar contra la confianza, queremos recuperarl­a. Para empezar, en nosotros mismos, que andamos más a pedazos que nunca, como si hubiéramos extraviado una prótesis en lugar de un puesto de trabajo, o como si el futuro se hubiera hundido en alta mar, cuando sigue ahí incierto y sin embargo prometedor. Nada debería entorpecer nuestro encuentro con la belleza. Que nadie nos juzgue por rozar el éxtasis ante un jardín oloroso donde sobrevuela una pequeña mariposa blanca, o por exaltarnos ante un Eros disfrazado de melocotón jugoso hasta sorber su hueso rojo.

¿Qué podemos hacer con el placer dispuesto para ser celebrado por el mundo? ¿Sacrificar­lo porque la incertidum­bre nos golpea? O mejor dejar de sentir miedo y obligarnos a beber cada día una poción de placer, bien alejados de la idea de vicio o exceso, entendiend­o ese don que nos permite escuchar “los acentos del corazón” a la manera Rilke. Porque, de qué serviría defender ideas y creencias, territorio­s y ligas, si somos incapaces de advertir el gozo que nos aguarda, al alcance de nuestras manos voluntaria­mente atadas.

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