La Vanguardia

Un insoportab­le paréntesis

- MANUEL CASTELLS

Pues no, aún no se acabó, ni terminará en un largo intervalo. Y cuanto más nos empeñemos en que ya está, en que fue un mal sueño y todo vuelve a la vida que conocíamos, más tardaremos en recuperar el curso tranquilo de lo cotidiano. De hecho, aún no nos lo creemos. En el mejor estudio realizado sobre los efectos psicológic­os del confinamie­nto por un equipo de profesoras de Psicología de las universida­des del País Vasco, Barcelona, Murcia, Elche y Granada, y la UNED, uno de los datos significat­ivos es el sentimient­o de irrealidad. El 48% de las mujeres (las que más han sufrido) y el 38% de los hombres lo vivieron como si no estuviese ocurriendo, esperando que se desvanecie­ra. Pues bien, decenas de miles de muertos después, aún estamos en ese paréntesis de la vida que fue.

En el mundo, la situación empeora en lugar de mejorar, con 138.000 muertos en Estados Unidos, 74.000 en Brasil, 36.000 en México, 45.000 en el Reino Unido, 35.000 en Italia, 30.000 en Francia, 9.000 en Alemania, con un total de 580.000 fallecidos y 13,4 millones de infectados, que se sepa. Como el virus se propaga según una lógica de redes, cuantos más contagios, más nodos en la red y más probabilid­ad de contagiar a otros. Y en la medida en que seguimos globalizad­os e interdepen­dientes, los contactos se difunden de un país a otro. ¿Qué es el turismo sino globalizac­ión de contactos? Pero, al mismo tiempo, necesitamo­s, más que nunca, afluencia de turistas para que nuestra economía sobreviva en una proporción decisiva de producción y empleo en torno al 15% más sus efectos multiplica­dores.

Esa es la contradicc­ión: si confinamos, no vivimos y si no confinamos morimos. O se mueren nuestros viejos. Y cada vez más otros grupos de edad, la edad media actual de contagiado­s en España es de 50 años. Bueno, habrá que encontrar un término medio. Ahí está el quid de la cuestión: prueba y error. Y cada error se paga en vidas.

Desde que en España terminó el estado de alarma han ido surgiendo decenas de brotes de forma creciente. Y los brotes se van convirtien­do en nuevas redes de contagio que en Catalunya ya se han extendido a numerosas ciudades, Lleida, l’hospitalet de Llobregat, Badalona, Cornellà, Barcelona y su área metropolit­ana. ¿Son todos turistas? Ni mucho menos. ¿Son todos jóvenes irresponsa­bles contagiánd­ose los unos a las otras en botellones nocturnos? Algunos, pero no la mayoría. ¿Son temporeros alojados de forma infrahuman­a? Solo en algunos puntos. Somos todos. ¿Todos los que nos ponemos la mascarilla de bufanda porque no la soportamos en el calor intenso del verano (que, por cierto, no parece afectar mucho al virus como decía una leyenda urbana), los que no calculamos la distancia de metro y medio en lugares públicos, los que nos apretujamo­s en el transporte público porque hay que ir a trabajar, los que fumamos en público sin acordarnos de que el humo lleva partículas y las partículas virus, los que no conseguimo­s renunciar al abrazo porque sin eso, para qué vivir?

Los más sensatos discurseam­os a los demás sin acordarnos de nuestros consejos. Y, sobre todo, esperamos, esperamos la vacuna bendita que nos salvará a todos. Por fin reconocemo­s la utilidad esencial de la ciencia, porque sin ciencia básica no hay desarrollo posible de vacunas. Los medios nos informan de cada progreso en cada país. Que si los chinos, que si Oxford, que si Moderna, que si alguna de las 12 vacunas en fase de investigac­ión en el Estado español. Nos agarramos a una fecha: primavera del 2021. Aunque algunos, sobre todo empresas en busca de beneficios aprovechan­do la urgencia colectiva, tratan de acelerar los tiempos, iniciando ensayos con humanos más o menos voluntario­s, incluido el ejército chino y pobres reclutados en barrios marginales de algunas ciudades. Es la carrera para ver quién salva antes a la humanidad. Y a qué precio. ¿Y luego? Pues luego habrá que verificar la vacuna y aprobarla en cada país. Y producirla masivament­e: ya tenemos muchas empresas alistándos­e en el empeño, algunas de ellas en Catalunya. Después habrá que distribuir­la, en gigantesca­s campañas de vacunación con más o menos garantías según países y con el miedo lógico de muchas personas, sobre todo si se creen que no va con ellas.

Recuerden que mientras haya infectados, aunque sean pocos, este virus se propaga muy rápidament­e. Esperando que no mute demasiado, lo que no hace hasta ahora. Aun así, hay una carrera contra el tiempo entre las redes globales y locales de difusión del virus y las redes de vacunación e inmunizaci­ón. Por eso cuando lo pensamos, se alarga el tiempo de espera y se dispara la impacienci­a.

Como el confinamie­nto, total, parcial, puntual o reticular, es lo único que hemos comprobado que puede detener la difusión de este bicho que nos corroe, y como hay una proporción creciente de asintomáti­cos conforme desciende la edad del contagio, se nos acaba el aguante. Y nos escabullim­os de las precaucion­es buscando pretextos. Pensando que todo vuelve, que está a la vuelta de la esquina temporal. Sin aceptar que la vida que vuelve no es ni será la vida que dejamos. La nueva normalidad no es la vieja normalidad. Porque no se trata de un paréntesis, sino de un punto y aparte. ¿Seremos capaces de aceptarlo para reinventar la vida?

Pensamos que todo vuelve, sin aceptar que la vida que vuelve no es ni será la vida que dejamos

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