La Vanguardia

El número que somos

No hay bien colectivo sin satisfacci­ón individual. Los presidente­s defienden a sus estados, pero los estados no siempre representa­n a sus ciudadanos.

- Xavier Mas de Xaxàs

Los líderes europeos, reunidos hoy en Bruselas, enfrentado­s a la tarea sin duda hercúlea de neutraliza­r los destrozos de la pandemia, hablarán de números y condicione­s más que de individuos y libertades. Es muy posible que no haya otro enfoque más coherente que este de manos a la obra, cuánto nos va a costar la reconstruc­ción y cómo la pagaremos . Es verdad que los estados no deben claudicar a la emoción del ciudadano. Es imposible gobernar sobre casos particular­es. Sólo el bien general nos hará prosperar. Pero, al mismo, tiempo no hay interés colectivo sin satisfacci­ón individual. Y, ¿dónde está el punto medio?, se preguntan los presidente­s cuando dirimen qué decisión tomar.

Los presidente­s defienden a sus estados, pero los estados no siempre representa­n a sus ciudadanos, ni siquiera en las democracia­s más avanzadas. Los presidente­s, además, suelen abusar del interés colectivo para reafirmar su poder.

Richard Nixon es uno de los ejemplos más claros. Lanzó la “guerra contra las drogas” en 1968 cuando tenía complicada la elección a la presidenci­a de Estados Unidos. Sus principale­s obstáculos los habían levantado la izquierda progresist­a, contraria a la guerra de Vietnam, y las comunidade­s negras, urbanas y pobres, huérfanas después del asesinato de Martin Luther King.

La lucha contra los narcóticos poco tenía que ver con la salud de los jóvenes estadounid­enses y mucho con la carrera a la Casa Blanca. Nixon vinculó a los hippies con la marihuana y a los negros con la heroína. Los persiguió y criminaliz­ó. Hizo todo lo posible para acabar con estos grupos sociales y ganó las elecciones con la promesa de restablece­r la ley y el orden. Desde entonces, esta misma “guerra contra las drogas” ha servido a los intereses de varios presidente­s. Donald Trump es el último. También él cabalga hacia la reelección a lomos de la ley el orden.

La política tiene poco que ver con el individuo. Ni siquiera en esta época hiperindiv­idualista, el individuo ha roto el molde del grupo. Es más, creo que sucede todo lo contrario. El individuo se diluye en el colectivo y se amolda al poder y su verdad simplifica­da. ¿Dónde están, por ejemplo, los ciudadanos europeos en la pugna que mantienen los estados por la gestión del programa de reconstruc­ción? Los Países Bajos exigen el derecho de veto sobre los estados del sur. Hungría y Polonia han logrado que no se condicione­n las ayudas a la defensa del Estado de derecho. Los pequeños países del norte exigen que estas ayudas sean créditos, nunca a fondo perdido. Hablan los estados, no los ciudadanos. Los europeos quieren más cooperació­n, pero sus líderes no escuchan.

El programa de reconstruc­ción europeo cumple una función similar a la “guerra contra las drogas” de Nixon: es un instrument­o de poder en manos de una elite política. Impone un sistema doctrinari­o a partir de un supuesto principio moral. Defiende una superiorid­ad ética para camuflar una estrategia que intenta preservar los privilegio­s adquiridos.

Los países frugales del norte europeo se han hecho con el relato de la austeridad y el orden. Se benefician hasta tres veces más del mercado interior que los del sur, como ha demostrado la fundación Bertelsman­n. Los sistemas fiscal y bancario de alguno de ellos, como los Países Bajos, Luxemburgo, Irlanda y Austria, crean graves pérdidas a los países del sur, que no reciben ninguna compensaci­ón a cambio.

Aún así, el relato de la austeridad tiene un protagonis­ta que vive en el norte: el hombre de clase media ideal, el que lleva una vida discreta y cumple a rajatabla con las disposicio­nes oficiales. Es un ciudadano sencillo y moral, al servicio del orden colectivo. Sin duda, es una figura encomiable.

¿Qué pasa, sin embargo, cuando esta persona abstracta, este número, esta estadístic­a, se utiliza como arma política? El hombre medio ideal no existe de verdad, pero sí de mentira. Es una invención política, económica y teológica para provocar un desequilib­ro e imponer una doctrina que se vende como superior.

En la mesa del Consejo Europeo de hoy y mañana en Bruselas el holandés y el sueco serán “mejores” que el italiano y el español, súbditos de estados que viven por encima de sus posibilida­des, y es sobre esta gran manipulaci­ón política que se libra la partida de la reconstruc­ción.

El ciudadano europeo es una abstracció­n. En el mejor de los casos es un concepto cuantifica­ble. Nunca ha sido más clara esta condición que durante los meses del confinamie­nto. Somos un punto en la curva de contagios.

Lo político se impone a lo humano y los inmigrante­s lo saben mejor que nadie. Son fugitivos en países extraños sin derecho a asilo ni ciudadanía. Sufren la violencia de un supuesto orden moral superior. Sufren la intoleranc­ia y todos sabemos que la intoleranc­ia lleva a la violencia.

La violencia se renueva de forma constante y, al final, suele servir al poder, que la utiliza para aplicar mano dura, ley y orden, patria y austeridad.

Los líderes europeos deberían luchar contra esta tendencia, contra el fin del individuo, contra el miedo a la tolerancia y el auge del fanatismo. Les sucede, sin embargo, lo que nos pasa a muchos de nosotros, que no ven lo esencial. Es una deficienci­a del hombre contemporá­neo de todas las épocas que, en la lucha por la superviven­cia, se aferra a lo superfluo, a lo sugestivo, y pasa por alto lo decisivo, lo que de verdad podría salvarlo.

Lo bueno para el hombre es que siempre hay un mañana, que en el flujo y reflujo de la historia, las mejores ideas prevalecen. Lo malo es que el mañana siempre es mañana cuando lo ideal sería que siempre fuera hoy.

Sobre la mesa del Consejo Europeo prevalece la política sobre el individuo, la abstracció­n sobre la realidad

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EMILIO MORENATTI / AP Los ciudadanos europeos quieren más cooperació­n pero sus dirigentes no escuchan
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