La Vanguardia

Simba y la ambulancia

- Núria Escur

Ruido de ambulancia, otra vez en el Eixample, y él levantando las orejas. Le llamamos efecto Simba. Como llegó de sustituto –juraría que lo sabía– y no es un papel cómodo el de actor secundario, buscó el modo de compensarl­o. No sé por qué razón, aunque es macho, todo el mundo se dirigía a él en femenino. A tanto fue la cosa que decidimos que igual era el primer perro transgéner­o del barrio y eso le otorgaba un plus.

Yo era de las de “el perro, en el pueblo”, de verlo ahí pero como si fuera un cuadro. Sin hacerle mucho caso. Me retracto. En esta pandemia él nos ha guiado, y lo digo en serio. Guiaba el horario matutino, te recordaba que a pesar de todo había que comer, nos indicaba por la noche que “stop”, suficiente de pantallas abiertas… y respiraba debajo de la cama. Tú solo tenías que seguirle. Incluso en las peores noches, su rutina te empujaba.

Parece feo decirlo, pero su efecto de motor era el mismo que ejerce un bebé cuando todo se desmorona en tu vida. Si veía que retozabas más rato de la cuenta, medio anestesiad­a en tus preocupaci­ones, se acercaba a darte lametazos en las piernas, no fuera que te hubieras desmayado.

En tiempos de ahorro, lástima del bochornoso negocio que enarbolan algunos a su alrededor, las macrotiend­as llenas de champús caninos y cadenas de todos los colores, juguetes en forma de hueso y chalecos a medida. Simba, realmente, es el rey de la selva. No sabe de virus ni treguas, se comió medio sofá y alguna pata de mueble antiguo, su trinchera está entre zapatillas y un catálogo de Ikea. Los bajos de la cortina peligran. Todo lo revuelve, todo lo deja patas arriba y aun así, soy incapaz de odiarle.

Tampoco tendrá vacaciones. Debía irse con Jose, que les da una vida de lujo en pleno campo, para volver más salvaje todavía. Mirando el mapa de rebrotes, no estoy segura de que pueda ser. Siempre quisimos un perro pacífico, de esos grandes y peludos, del Pirineo, o un setter elegante, y el campo necesario para pasearle. Pero me ha tocado un bicho color coñac, patizambo, de perrera. Ahora entiendo cuantas líneas gastó Antonio Gala con Troylo y los suyos.

Y esta columna no tiene hipótesis, perdónenme, no tiene preguntas ni respuestas, no sirve de nada probableme­nte, si no es para rendir homenaje a los cuatro patas que estuvieron ahí hasta –y sobre todo– en los peores momentos. Pasa otra ambulancia, levanta las orejas y temo que tenga que volver a su antiguo cargo de vigilante policial.

Tampoco tendrá vacaciones; mirando el mapa de rebrotes, no creo que pueda

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