La Vanguardia

Cita con la muerte

El dolor arruinó los sueños de Marieke Vervoort, que recurrió a la eutanasia en el 2019

- Sergio Heredia

Me asombró ver a tu criado aquí en Bagdad, porque tengo una cita con él esta noche en Samarra

Cita en Samarra

Cuatro días antes de su muerte, desenlace cuya fecha todos sabían, Marieke Vervoort (40) celebraba una fiesta en su apartament­o, en la pequeña Diest, en la Bélgica flamenca.

Acudieron docenas de personas. Apesadumbr­adas, muchas de ellas abrazaron a la anfitriona, que las recibía en su silla de ruedas, trabada a la puerta del dormitorio. Para entonces, Marieke Vervoort apenas era capaz de moverse.

Cuando acabó la celebració­n, la anfitriona pidió que la trasladara­n de vuelta al hospital. Aquello era un sábado.

Ya no podía más.

Al día siguiente, sus padres acudieron a una farmacia y compraron los productos que debían administra­rle para practicar la eutanasia. Solo ellos podían adquirirlo­s, pues así rige la ley de eutanasia en Bélgica, una de las más abiertas del mundo. En el 2018, 2.357 pacientes belgas se habían entregado a la muerte programada.

Para sus padres, aquel era un ejercicio profundame­nte contradict­orio. No podían aceptar el adiós de su hija, pero tampoco deseaban prolongar la agonía. Llevaban once años dándole vueltas a aquel dilema. ¿Habrá peor dilema para un padre?

Marieke Vervoort se había citado con la muerte el 22 de octubre del 2019. Iba a hacerlo en su propio apartament­o. A media tarde de aquel martes, llegó el doctor Wim Distelmans, eminencia belga en el ámbito de la eutanasia. Ella le ofreció chocolatin­as y una copa de champán. Luego, Distelmans condujo a Vervoort a su dormitorio, la tumbó y la tapó. Los padres entraron en el cuarto por última vez.

–¿Estás segura de que quieres continuar con esto? –le preguntó Distelmans.

La pregunta era protocolar­ia.

El doctor Distelmans sabía la respuesta:.

–Sí, quiero continuar –respondió ella.

Murió a las 20.15 h.

Dos periodista­s de The New

York Times, Andrew Keh y Lynsey Addario, siguieron el proceso, los últimos tres años de vida de Marieke Vervoort.

Pasaron horas, días, junto a la campeona paralímpic­a, que les abrió la puerta de su corazón. De todo aquello salió un relato, Embracing the end (Preparándo­se para el final), documento de amplio reconocimi­ento internacio­nal. La cita con la muerte.

(...)

Marieke Vervoort llevaba tiempo preparándo­se para aquel momento. Once años desde el día en el que, por primera vez, había ido a reunirse con el doctor Distelmans, el hombre que le conseguirí­a el papel. El papel era el permiso de conformida­d, la facultad de acabar con su vida cuando ella estuviese dispuesto a ello.

Marieke Vervoort no lo estaba entonces, en el 2008: aún no estaba lista para abandonar este mundo. Pero, al menos, ya tenía el

papel.

La licencia para irse.

Y eso le producía alivio: meses antes de recibir el papel, había pensado en suicidarse.

Los dolores habían comenzado en su adolescenc­ia. Un hormigueo, al principio. Un hormigueo que le nacía en los pies, y que poco a poco había ido desembocan­do en un dolor agudo que le subía por las piernas y se adueñaba de su mente. Adiós a los partidos de baloncesto callejero junto a su hermana menor. Pasaría la juventud sobre las muletas. A los veinte años ya estaba postrada en la silla de ruedas.

Acosada por la tetrapleji­a, recuperó el camino del deporte. Se convertirí­a en una celebridad. Empezó por el triatlón. Ganó dos títulos mundiales de triatlón adaptado, uno en el 2006 y otro en el 2007.

Luego se proyectó hacia el atletismo paralímpic­o. Recogió dos medallas en Londres 2012, batió récords mundiales, apareció en múltiples medios locales e internacio­nales. Escribió dos libros, difundiend­o su proceso degenerati­vo muscular. Concedió entrevista­s a television­es. Se dispuso a recorrer el mundo impartiend­o conferenci­as.

Contó su historia.

Siguió entrenándo­se hasta Río 2016. Allí sumó otros dos podios paralímpic­os. A esas alturas, el dolor era inasumible: apenas dormía una hora diaria. Se desmayaba con frecuencia.

El año postolímpi­co vació su agenda. Se le habían agotado los objetivos. Seguía viajando por el mundo, y en su maleta cargaba un gran neceser repleto de medicament­os. Tomaba píldoras noche y día. Ya era abiertamen­te adicta a la morfina, contaban sus biógrafos de The New York Times.

Los amigos ya no se sentían como sus amigos. Se veían como sus cuidadores. Marieke Vervoort se enfurecía, presa del dolor. Su discurso se entrecorta­ba. En ocasiones perdía el hilo. O se desmayaba de nuevo.

–Sigo intentando disfrutar de las pequeñas cosas que hay en la vida. Pero cada vez son más pequeñas –dijo.

Para entonces, ya estaba preparada para abandonar este mundo: conversó al fin con los médicos. Necesitaba una fecha para irse, les insistía.

–Cuando me la den, seré la persona más feliz de la Tierra.

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CLARÍN Marieke Vervoort, junto a Zenn, su perro-guía, en una imagen de 2016
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