JOSEP M. CUENCA
La noción de coherencia goza de una inmerecida buena reputación a la hora de resumir una vida loable que acaba de extinguirse. Se trata de uno más de los cientos de malentendidos que entorpecen sin piedad la comunicación humana, desde Atapuerca hasta hoy. La coherencia habita demasiado cerca de la inflexibilidad y del dogmatismo como para merecer semejante prestigio, además de desdeñar la singularidad de lo concreto e ignorar que todo (y que todos) podríamos haber sido distintos de como fuimos y de como somos. Con humilde elegancia, Baruch Spinoza señaló que una vida decente y respetable debe caracterizarse necesariamente por la generosidad y la firmeza. Juan Marsé se distinguió por ejercer ambas sin ruido ni alardes: fue firme consigo mismo y generoso con los demás.
No deja de ser poderosamente llamativo que dos de los cinco o seis mejores novelistas de la Barcelona de la segunda mitad del siglo XX recibieran una deplorable formación académica y que siendo aún adolescentes se vieran obligados a ponerse a trabajar para sobrevivir en una ciudad desolada. Uno es Marsé, por descontado, y el otro Antonio Rabinad.
La obra de Marsé, durante mucho tiempo desdeñada por algunos “exquisitos” debido a su supuesta condición de mera “literatura popular”, es imprescindible por muchas razones. Cuatro de la más relevantes son las siguientes: por su capacidad para mostrar hasta qué punto esencia y apariencia se manifiestan escindidas en nuestras vidas; por su tozuda vindicación de la imperiosa necesidad de mantener despierta la memoria, en modo alguno como una forma de concesión a la nostalgia, sino como un reclamo de justicia hacia el pasado y el presente (se hace inevitable, aquí, evocar con emoción a Walter Benjamin); por su magistral conversión de una experiencia propia en un relato universal e inteligible desde todas las latitudes; y, en último término, por su habilidad para convertir lo literario en un refugio acogedor ante la inclemencia del mundo.
Sin embargo, y al menos para mí, que tuve la fortuna de tratar a Marsé de cerca y de ser su amigo, apenas puede consolarme su valiosa obra en la hora de su muerte. La ausencia concluyente de alguien querido no puede superarse jamás; en el mejor de los casos se sobrelleva con ánimo oscilante. Así las cosas solo se me ocurre acogerme a los instantes finales de la película Adiós, muchachos, de Louis Malle, de la que Marsé y yo hablamos con rendida admiración muchas veces, como dos chavales de barrio. Me refiero a la conmovedora voz en off del protagonista cuando ve marcharse para siempre a su compadre del alma. Ahora mismo prefiero no mencionar esas palabras y en compensación, por así decirlo, recordar que Si te dicen que caí estuvo a punto de llamarse Adiós, muchachos, que es el título de la traducción italiana. Cuando años después Juan vio la película de Malle por vez primera lamentó no haberse decantado por ese encabezamiento para una de sus más imponentes novelas. No me extraña. Hoy menos que nunca.
Marsé se distinguió por ejercer la generosidad con los otros y la firmeza consigo mismo sin ruido ni alardes