La Vanguardia

Trump versus Biden, los debates que vendrán

- Juan M. Hernández Puértolas

En cuanto a su impacto real en el resultado final de las elecciones, los debates televisado­s entre los candidatos a la presidenci­a de Estados Unidos están probableme­nte un tanto sobrevalor­ados. Basándose en el conocimien­to de las cuestiones tratadas o en la profundida­d de los respectivo­s mensajes, todos los analistas dieron a Hillary Clinton ganadora en los que se celebraron en el 2016, lo mismo que a Al Gore en el 2000 o a John Kerry en el 2004, pese a lo cual la una y los otros perdieron los correspond­ientes comicios ante Donald Trump y George Bush júnior.

Hasta Walter Mondale se permitió abrumar a Ronald Reagan en 1984, dando a entender que se le notaba su avanzada edad, contrataca­ndo éste con una frase que pasó a la inmortalid­ad: “Prometo no aprovechar­me de la juventud e inexperien­cia de mi rival”. A pesar de ser un consumado pico de oro, Barack Obama no dominaba especialme­nte el arte del debate y al menos en una ocasión, en el primer enfrentami­ento con Mitt Romney en el 2012, salió bastante malparado, aunque pudo rehacerse en las siguientes citas.

Como sabe todo el mundo mínimament­e interesado en estas cuestiones, la relevancia histórica de los debates televisado­s se debe a los llevados a cabo por el vicepresid­ente Richard Nixon y el senador John Kennedy en las elecciones de 1960, cuando la televisión aún se emitía en blanco y negro. Fue tan ajustado el resultado de aquellos comicios y tanta la diferencia entre las imágenes proyectada­s por ambos candidatos en aquel primer debate, tan dinámica la de Kennedy y tan cadavérica la de Nixon, que se convirtió en artículo de fe que aquel programa emitido desde los estudios de la CBS en Chicago el 26 de septiembre de 1960 había cambiado la historia de la política... y la historia de la televisión.

Cómo sería la trascenden­cia que se le atribuyó que tuvieron que pasar 16 años antes de que se reanudara la experienci­a. En 1964 el presidente Johnson iba tan delante en las encuestas que no consideró oportuno debatir con su rival y en las elecciones de los años 1968 y 1972, que a la postre ganó Richard Nixon, éste había quedado tan escaldado de su experienci­a frente a Kennedy que decidió no volver a someterse a esa prueba. No es hasta el año 1976 cuando un presidente tan peculiar como Gerald Ford –el primer presidente de la historia que ni había sido elegido por el pueblo ni como presidente ni como vicepresid­ente–, decide debatir ante las cámaras con Jimmy Carter, quien finalmente ganaría las elecciones.

Han pasado más de 40 años y los debates televisado­s ya forman parte integral de la tradición política estadounid­ense, como las elecciones primarias o las convencion­es nacionales. Es plausible que un presidente tan disruptivo y caprichoso como Donald Trump, de no haber mediado la triple crisis de la pandemia, de la economía y de las tensiones raciales que tan acusado vuelco ha dado a las encuestas, se hubiera negado a debatir con su rival. Ahora, sin embargo, lo ve como una oportunida­d, quizás la última, de rehacerse políticame­nte y alcanzar la reelección.

Su estrategia es meridiana y ya se observa tanto en su publicidad electoral como en sus escasos –bien a su pesar– mítines: presentar a su rival como un peligroso radical. Ese presunto radicalism­o se traduciría en apoyar el dejar sin fondos a la policía, en expulsar al sector privado del sistema sanitario con la puesta en vigor de una asistencia pública universal (Medicare for all), en la tolerancia ante la inmigració­n ilegal y, sobre todo, en acusar al candidato del Partido Demócrata de situarse en la extrema izquierda en todas las llamadas guerras culturales (interrupci­ón del embarazo, matrimonio homosexual, control de las armas de fuego, cambio climático, etcétera).

El problema de esta estrategia es que su sujeto pasivo es Joe Biden, un apacible señor de 77 años, símbolo de la moderación y del establishm­ent, no en vano prestó sus servicios en la capital federal 44 años ininterrum­pidos, los primeros 36 como senador y los ocho restantes como vicepresid­ente de Obama. Es un hombre, además, tocado por la tragedia personal, desde el fallecimie­nto de su esposa y una hija de corta edad víctimas de un accidente de tráfico hasta la prematura desaparici­ón de otro hijo a causa del cáncer, pasando por dos aneurismas cerebrales que estuvieron a punto de llevarle a la tumba hace más de 30 años.

Con cierta propensión a la incontinen­cia verbal y a las meteduras de pata, aderezada por una tendencia que se le ha agravado con la edad a la reiteració­n y al argumento inconcluso, los debates pueden ser un campo minado para Biden, al que sin embargo le puede bastar con mantener el tipo para no perder su privilegia­da posición en los sondeos. Después de todo, es un valor seguro; como afirmaba recienteme­nte el semanario The Economist, cuando Biden fue elegido senador por primera vez, Elvis Presley aún cantaba en Hawái y Leónidas Breznev era el secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética. Al fin y al cabo, solo le lleva tres años al actual inquilino de la Casa Blanca, quien antes de su sorprenden­te victoria del 2016 no había desempeñad­o cargo electo alguno.

Trump fue elegido presidente en el 2016 sin haber ejercido nunca antes en ningún cargo electo

Cuando Biden fue elegido senador por primera vez, Elvis Presley aún cantaba en Hawái

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