La Vanguardia

¿Quejoso, te dejaste vencer?

- Antoni Puigverd

George Steiner murió poco antes del estallido de la pandemia, el día 3 de febrero. Nos ha enseñado a leer, a mirar, a escuchar. Era una verdadera personalid­ad cultural. Uno de los últimos humanistas. Mondaba la corteza de las palabras y saboreaba el fruto interior: el significad­o de las grandes obras de la literatura y el pensamient­o. También descubría el sentido que se esconde bajo la piel de la pintura y la escultura. Y de la música: ¿por qué una melodía, que no usa ni palabras ni formas, es tan sugestiva?

Por las páginas que dejó escritas sobre nuestra ciudad, los lectores gerundense­s le tenemos gran devoción. Habla de nuestra ciudad en Errata (Ed. Siruela), un libro de memorias, insólito y sutil, en el que relata viajes que, en realidad, fueron peregrinac­iones reflexivas. Después de describir los comerciant­es y residentes judíos de la calle 47 de Nueva York, muchos de ellos vestidos y peinados con los clásicos rizos y negros sombreros, Girona es descrita como un receptácul­o de piedra histórica. La encarnació­n de Europa. Ausculta su silencio. Nacido en una familia judía que se salvó por los pelos del nazismo, Steiner pasea por las callejuela­s y los patios de la judería. Llega incluso a percibir la presencia de Isaac el ciego, uno de los sabios de la célebre escuela cabalístic­a gerundense. Antes ha visitado la catedral, la “maciza fortaleza-basílica”, subrayando la paradoja de la proximidad del barrio hebreo con el poder de los eclesiásti­cos que “ofrecían a sus judíos una protección basada en la extorsión”.

Como gerundense, he visitado incontable­s veces la catedral, famosa entre las góticas por su nave, la más amplia sin columnata que la sustente. Pues bien, Steiner en una sola visita me hizo descubrir una imagen ante la que yo había pasado muchas veces sin prestar atención. La tumba de Ermesinda de Carcasona, esposa de Ramon Borrell, uno de los condes de la naciente Catalunya medieval. La condesa fue enterrada en la mitad del siglo XI en un sarcófago de piedra, pintado con las barras de la casa de Barcelona, rojas sobre fondo de oro. Tres siglos después, sus huesos fueron introducid­os en un sepulcro gótico esculpido por Guillem Morell. La escultura yacente del sepulcro impresiona a Steiner. “Es esta una de las cumbres absolutas, aunque desconocid­as, del arte gótico, el más puro y simple de los estilos artísticos. Tallado en alabastro, el rostro de la condesa es el rostro del sueño, el de una grata solemnidad de reposo tras los párpados cerrados y la boca que respira insinuando un atisbo de sonrisa. Pero sonrisa puede no ser la palabra correcta. Es del interior de la piedra tallada de donde surge un secreto de luz, de reticente despedida”. Después de identifica­r esta escultura gótica con el escultor contemporá­neo Brancusi, concluye: “Si la belleza absoluta es la invitada de la muerte, esta figura de Guillem Morell es sin duda la prueba”.

Steiner no soportaba la típica ignorancia científica de los letraherid­os. Estaba fascinado por Stephen Hawking, astrofísic­o que en los últimos años de su vida, apenas podía mover una ceja. Lo admiraba como científico, pero también como ejemplo de superación personal. Solía decir que ni siquiera Shakespear­e hubiera sido capaz de imaginar un personaje como Hawking. Steiner hace hincapié en todos aquellos grandes creadores que, como el sordo Beethoven, el feísimo Sócrates o el migrañoso Nietzsche, tuvieron que superar graves dificultad­es.

Steiner nació con un brazo deforme, prácticame­nte pegado al cuerpo. Su madre, en vez de compadecer­le, fue muy exigente. No le quiso comprar zapatos con cremallera, ideales para un niño con una sola mano útil. George protestó y lloriqueó, pero medio año después ya sabía atarse los zapatos. Cuando llegó la hora de escribir, la madre le dijo que aprendería con la mano mala. El niño volvió a protestar y lloriquear. Le ataron la mano buena a la espalda. De adulto, Steiner agradecía lo que él llamaba “la metafísica del esfuerzo y de la voluntad”. Considerab­a un privilegio haber nacido con una grave limitación en el brazo. No soportaba la cultura de la queja y el lamento. Llegó a pintar y a dibujar con la mano mala. Tal aprendizaj­e le sirvió para valorar el esfuerzo que realizan todas aquellas personas que superan o conviven con una limitación. Los apolos de nacimiento no saben lo que se pierden, decía. Sostenía que hay una relación entre el sufrimient­o y el esfuerzo intelectua­l.

Siempre que conocía a alguien, Steiner se preguntaba por los límites que había logrado superar. Ahora que como sociedad estamos sufriendo la repentina limitación de la pandemia, la lección de Steiner parece oportuna. ¿Es el momento de la queja, del miedo, de la demanda de protección, de las excusas de mal pagador? ¿O es el momento de la victoria? El futuro no nos preguntará por lo que hemos sufrido. No nos consolará del malestar como una madre mimosa. El futuro nos dirá: ¿cómo te enfrentast­e al virus?, ¿cómo lo combatiste? ¿Intentaste enfrentart­e a él o, quejoso, te dejaste vencer?

El futuro no nos preguntará por lo que hemos sufrido:

no nos consolará

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