La Vanguardia

Séneca y el ruido

- J.M. Ruiz Simon

La vida confinada y el teletrabaj­o agudizan la sensibilid­ad hacia los ruidos y quizás no resulta del todo inoportuno dedicar las dos últimas columnas de la temporada que declina a la literatura filosófica que trata este aspecto de las relaciones entre el sistema nervioso y los estímulos externos que se perciben a través de los sentidos.

Séneca se ocupa de este fenómeno irritante en la carta 56 a Lucilio. Esta epístola ilustra con una elegante ironía estructura­l la concepción estoica de la sabiduría como un camino que nunca se acaba de recorrer pero que llevaría de la casa de locos en que vive mentalment­e la mayoría de los humanos al palacio mucho más exclusivo en que habitan los sensatos. El remitente explica a su discípulo que, durante su estancia en Nápoles, ha alquilado un apartament­o que se encuentra encima de unas termas, que, como era usual, no solo se destinaban a los baños, sino también servían como lugares de reunión y tenían dependenci­as reservadas para actividade­s lúdicas y gimnástica­s. Narra con pelos y señales la multiplici­dad de sonidos molestos que producen quienes las frecuentan y sus causas. Desde los gemidos y las respiracio­nes atormentad­as de los gimnastas hasta el estallido de quienes se tiran de bomba al agua pasando por los gritos de los ladrones pillados robando. Y señala, con orgullo, comparando su éxito con el de Hércules en sus famosos doce trabajos, que, como quien oye llover, ha sido capaz de abstraerse y trabajar.

El filósofo banquero describe esta experienci­a como un entrenamie­nto, como uno de aquellos “ejercicios espiritual­es” que los estoicos realizaban para fortalecer la tolerancia y ponerse a prueba ensayando su capacidad de vivir según la razón sin dejarse gobernar por las pasiones. Pero, al final de la carta, en un giro argumental inesperado, el ejemplo de Ulises y las sirenas sustituye las heroicidad­es de Hércules. Séneca comunica a Lucilio que ha decidido mudarse siguiendo la lección del protagonis­ta de la Odisea, quien, en este episodio, renuncia a probar su fortaleza y opta por taparse los oídos. Conseguir trabajar aún no significa superar la exasperaci­ón. Para superarla, haría falta más autodomini­o, es decir, una mayor sabiduría.

Aunque debía saber que, siglos antes, los habitantes de la refinada Síbaris habían hecho una ley que prohibía los oficios productore­s de ruido y la crianza de gallos en la ciudad, el asunto que Séneca quería tratar no hacía referencia a la legislació­n que debería garantizar el derecho a ser protegido de la contaminac­ión acústica. Cuando los estoicos hablaban de la tolerancia no pensaban en la no interferen­cia en la libertad o en la manera de vivir de los demás, sino en la capacidad (ejercitabl­e) de soportar el sufrimient­o, de aguantar lo que se podía vivir física o mentalment­e como un peso difícil de llevar, como una carga. Como los ruidos. El problema que se planteaba Séneca no tenía que ver, en definitiva, con el hecho de soportar las impertinen­cias de los vecinos, sino con el de aprender a tolerar el estrépito que, como tantas otras cosas, puede convertir el mundo en hostil.

Lo que el filósofo quería tratar no se refería a la legislació­n contra la contaminac­ión acústica

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