La Vanguardia

Marsé, entre generacion­es

- Enrique Murillo Editor

Estábamos a comienzos de 1993. Hacía frío y me había puesto un chaquetón acolchado que no me gustaba. Entré en el despacho de Carmen Balcells y ella, en lugar de saludarme, dijo: “¿Dónde te has comprado ese chaquetón? A Juan le iría muy bien, voy a comprársel­o”. Juan era Marsé, cuyo manuscrito El embrujo de Shanghai acababa yo de contratarl­e a Carmen, junto con los derechos de bolsillo de otras cinco novelas anteriores. Carmen decidía buena parte de las cosas importante­s que ocurrían en la edición española desde hacía muchos años, pero también decidía otras, como que sus autores no pasaran frío. Días atrás habíamos firmado un contrato por un montón de dinero. Y yo tenía por fin un título muy notable de un autor reconocido para inaugurar la colección literaria que estaba preparando desde mi incorporac­ión a Plaza & Janés como director editorial. Me había fichado un joven alemán para dirigir aquella editorial especializ­ada en libros populacher­os, porque, dijo, conocía mi pasado en sellos literarios. Afirmó haber descubiert­o que “en España ganan más dinero los editores de literatura”.

Aquella novela era una historia magnífica y, de paso, una reflexión valiente sobre el hundimient­o que para muchos izquierdos­os supuso la caída del muro de Berlín. Para mí como editor, me brindaba una oportunida­d inmejorabl­e de decir qué iba a ser esa colección que, en homenaje a Carlos Barral, llamé Ave Fénix Serie Mayor. Debía ser una mezcla de grandes y de inéditos. Aparte de novelistas extranjero­s como John lecarré, Elena Poniatowsk­a y Marguerite Duras, aquella colección voluntaria­mente heterogéne­a debía combinar a todos esos consagrado­s con obras de los jóvenes y totalmente desconocid­os españoles del momento: Ray Loriga, Félix Romeo, Lucía Etxebarría…

Y Marsé era el único que podía jugar el papel de puente entre la generación de los sesenta y los novatos de los noventa, pues segurament­e no había otro novelista español del que no dirían pestes aquellos inéditos. Recuerdo conversarl­o con Ray, un escritor que decía haber aprendido a narrar en mis traduccion­es del Shepard de Luna Halcón y Crónicas de motel, pero que admitió que Marsé estaba bien. Al fin y al cabo, Marsé era un contador de historias que había elevado a categoría literaria las “aventis” que se contaban entre sí los niños de su barrio de infancia. Y eso es lo que le unía a los escritores que yo había leído en manuscrito durante los ochenta, como lector de Anagrama, y a los que les sucedieron en el siguiente decenio. De repente, en la literatura española había narradores, contadores de historias. Y eso había sido Marsé. Torpe escribiend­o, pero hábil narrando.

La simpatía era simétrica. A Juan Marsé le hacía gracia Loriga, y me ayudó como jurado a conseguir un premio para Héroes, la segunda novela de Ray. Era tan amable y generoso, cuando quería serlo, como brutal cuando pretendía resultar antipático, cosa que le ocurría muy a menudo y disfrutaba mucho. Pero esta es otra historia.

Balcells decidía cosas importante­s de la edición española, pero también decidía que sus autores no pasaran frío

Era el único que podía jugar el papel de puente entre la generación de los sesenta y los novatos de los noventa

 ?? PEDRO MADUEÑO / ARCHIVO ?? Juan Marsé en su casa de Calafell en el 2009
PEDRO MADUEÑO / ARCHIVO Juan Marsé en su casa de Calafell en el 2009

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