La Vanguardia

El placer de escribir de pie

- Màrius Carol

Por azares de la vida pasé un verano en La espineta, el bar con terraza que tenían los Barral frente el mar en Calafell, muy cerca de su casa, resultado de mi amistad con Danae, la hija del poeta. Si cierro los ojos fue ayer, pero esta imagen está archivada en mi memoria desde hace poco más de cuarenta años. Digo que veraneé en un bar, porque allí pasábamos las horas, bebiendo cerveza y consumiend­o alitas de pollo adobado. Nunca faltaba Juan Marsé, pero igualmente pasaban a menudo por allí Jorge Edwards, Eduardo Muñoz Suay, Bryce Echenique y tantos otros ilustres autores, que participab­an en tertulias interminab­les en la que un joven periodista como yo intentaba absorber conocimien­tos con la misma facilidad que la cerveza. Carlos Barral, con un minúsculo taparrabos blanco y la gorra marinera de su barco Capitán Argüello, se paseaba ensimismad­o por la arena y componía un poema: “Implacable,/crece aprisa un suburbio/ de hoteles y terrazas donde estaba/la silla del recuerdo.”

Precisamen­te el recuerdo, lustrado por el paso del tiempo, me atrapó cuando conocí la muerte de Marsé. Por aquellos días escribía La muchacha de las bragas de oro inspirándo­se en una de aquellas sirenas varadas en Calafell. Entonces me confesó en su casa de l’arbós que su sueño era escribir de pie como Ernest Hemingway yqueseibaa construir una mesa a su medida. ¿ Por qué escribir de pie? “Por qué te hace estar en tensión, más concentrad­o, con los cinco sentidos atentos.” Y segurament­e por mitomanía. A él que le gustaba contar aventis como las de su infancia –en La espineta y en sus novelas– Hemingway le parecía el gran aventurero de épicas vividas, no necesariam­ente imaginadas.

Escribir de pie. Siempre he pensado sobre su sentido. No se trataba de renunciar a la máquina de escribir primero y al ordenador después (Marsé tenía un Mac de penúltima generación). La idea era redactar a mano, con pluma, sobre una mesa a la altura del pecho. Así empezaba la primera versión de sus relatos para que fuera más artesanal su trabajo, para que la lentitud de la estilográf­ica le permitiera pensar mejor el siguiente adjetivo. Al final del día, Hemingway

incluso anotaba en una cuartilla en la pared las palabras que había escrito: 450, 915, 575. Luego supe que no era una excentrici­dad copiada por Marsé: Charles Dickens, Vladimir Nabokov, Lewis Carroll, Virginia Woolf, Thomas Wolfe o Philip Roth escribían también sobre un pupitre alzado. Y aún lo hace Eduardo Mendoza.

No es fácil decir de Marsé algo que otras plumas más acreditada­s hayan escrito. Pero guardo una definición que en una ocasión hizo el autor de Últimas tardes con Teresa sobre su persona que me parece inmejorabl­e: “No ha tenido mucho gusto en haberse conocido, habría querido pasar de largo de sí mismo, pero acepta resignado el saludo del espejo y la broma pesada de la vida”. Todo un epitafio.

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