Adiós a Olivia de Havilland, icono de Hollywood
Olivia de Havilland, última figura del Hollywood clásico, muere con 104 años
Tras la desaparición de Kirk Douglas el pasado febrero a los 102 años, Olivia de Havilland, que falleció el sábado en París a los 104 años, era la última gran estrella del Hollywood clásico que nos quedaba. La última, también, que quedaba del reparto de la hoy controvertida Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939), donde dio vida a Melania Hamilton, la mejor amiga y cuñada de Escarlata O’hara. Si aquello, como se ha dicho últimamente, era una exaltación romántica del viejo Sur, con todo lo que implica, la actriz se desquitó décadas después partici-pando en la miniserie Raíces, que llevó a los televisores del mundo entero toda la crudeza del esclavismo. A ella tampoco le gustaban nada las cadenas, lo demostró rompiendo con la esclavitud de los estudios.
De Havilland también sobrevivió a su hermana, la no menos estrella Joan Fontaine, que falleció en 2013. Se llevaban apenas un año, Olivia era la mayor, y fue Joan la que tuvo que buscarse un nombre artístico, para que nadie las relacionara, porque se odiaban. Ambas habían nacido en Tokio, donde su padre, el abogado británico Walter de Havilland, tenía su bufete. La madre, Lilian Ruse, en cambio, era actriz. El matrimonio no cuajó, y las dos hermanas, que compartían problemas de salud, viajaron con su madre a California en busca del sol.
Ahí Lillian terminó casándose con George M. Fontaine, director de unos grandes almacenes, y siguió con su carrera, llegando a aparecer en películas importantes como Días sin huella (1945), de Billy Wilder. Entre tanto, animó a sus hijas a seguir sus pasos. Ambas debutaron al mismo tiempo, justo en el mismo año 1935, y rivalizaron durante toda su vida por el favor de la crítica y el público, aunque Olivia siempre fue la más grande. Fontaine fue la primera en llevarse el Oscar, por Sospecha (Alfred Hitchcock, 1941), pero su carrera cinematográfica fue mucho más corta. Se retiró del cine a finales de los 60. Olivia tardó más en ser recompensada por la Academia, pero cosechó dos estatuillas, y no se retiró hasta los años 80. La primera con Vida íntima de Julia Norris (1946), un gran melodrama de Mitchell Leisen en el que daba vida a una mujer que seguía de lejos la vida de su hijo ilegítimo, al que se había visto obligada a abandonar para evitar el consabido escándalo, y otro por la no menos melodramática La heredera (1949), de William Wyler, en la que se enamoraba de Montgomery Clift, que a lo mejor estaba más enamorado de su dinero. Ninguna de las dos felicitó a la otra por sus éxitos.
Olivia ganaba también a Joan en cuanto a número de nominaciones. La primera le llegó como secundaria por Lo que el viento se llevó en 1940, por un papel que Joan se jactó de haber rechazado antes de que se lo ofrecieran a ella; la segunda nominación, ya como protagonista, fue por Si no amaneciera (1941), otra gran película de Leisen, y también estuvo nominada por la pesadillesca Nido de víboras (1948), donde bajaba a los infiernos de un manicomio. Todo papeles muy dramáticos, del gusto de la Academia de Hollywood, aunque Olivia de Havilland no solo llegó a Hollywood para hacer correr ríos de lágrimas.
Los primeros años de Olivia de Havilland en Hollywood fueron mucho más desenfadados. La fichó la Warner, y el director Michael Curtiz creó a la pareja perfecta, jun
HERMANAS Y RIVALES
Joan (Fontaine) se buscó un nombre artístico para que no la relacionaran: se odiaban
DESVENTURAS CON LA WARNER
Tumbó el sistema de los estudios al demandar a la Warner y ganar el caso
SIEMPRE INDEPENDIENTE
No fue de las que se dedicaron a coleccionar maridos; estuvo casada solo dos veces
tándola con Errol Flynn, a lo largo de media docena de películas entre las que se cuentan las memorables
El capitán Blood (1935), Robin de los Bosques (1938) o Dodge, ciudad sin
ley (1939). En el estudio terminaron por darse cuenta de que aquel físico de muñeca de porcelana, con aquella cara redondita, ojos enormes y piel translúcida, escondía todo un carácter. Un carácter rebelde. Intimó con Errol Flynn, pero aquel romance en la pantalla, y un poco fuera de ella, terminó cuando De Havilland denunció a la Warner. Su contrato de siete años había finalizado, y el estudio le exigía que trabajara seis meses más a razón del tiempo que había pasado “suspendida”, es decir sin trabajar por reque chazar los guiones que le ofrecían.
Olivia de Havilland no se dejó amedrentar, y demandó al estudio, que dirigía el implacable Jack Warner. El juicio duró algo más de dos más de dos años durante los cuales la estrella no pudo trabajar. Pero, contra todo pronóstico, le dieron la razón. Y cuando la Warner apeló, volvió a ganar. Y cuando la Warner llevó el caso al Tribunal Supremo, este desestimó la apelación. Es lo se conoce oficiosamente como la Ley De Havilland, el momento histórico en el que terminó el llamado Sistema de los Estudios. A partir de 1946, las estrellas de Hollywood pudieron decidir su destino.
Aquella fue por supuesto una decisión arriesgada que podría haber hundido su carrera. Pero luego vinieron los honores, como su primer Oscar, o el de ser la primera mujer que presidía el Jurado del Festival de Cannes, en 1965. Cuando en 2008, George W. Bush le concedió la Medalla Nacional de las Artes, destacó que “su integridad e independencia le permitieron alcanzar la libertad creativa para ella y para sus compañeros del mundo del cine”.
Tampoco fue de las que se dedicaron a coleccionar maridos. Estuvo casada sólo dos veces, un número bajo para los estándares de Hollywood. El segundo, el francés Pierre Galante, que fue redactor jefe de Parismatch, le duró hasta 1979. Luego prefirió seguir viviendo en París, en muy buena forma además: para su 103 cumpleaños, el 4 de julio del 2019, posteó en Facebook una foto en la que se la veía circular alegremente en bicicleta. Con su hermana no llegó a reconciliarse hasta después de la muerte de esta, cuando demandó a los responsables de la serie Feud. No le gustó que su personaje, interpretado por Catherine Zeta-jones, dedicara a su hermana una palabra muy mal sonante que ella juraba no haber dicho nunca. Esta vez perdió. El tribunal desestimó el caso. Se apeló a la libertad de expresión, pero puede que fuera porque aquella guerra fratricida había pasado a la historia. Ahora, aunque suene cursilón, ya pueden hacer las paces.