La Vanguardia

La construcci­ón del relato

- Carles Casajuana

Ignoro si cuando el virus desaparezc­a de nuestras vidas –y espero que algún día haga el santo favor– volveremos a la rutina de antes o si todo será diferente. Pero me atrevo a hacer un pronóstico: llegaremos a creer que lo que ha ocurrido era previsible.

Ya circulan informes que anunciaban pandemias. Pensaremos que había indicios de lo que pasaría y nos preguntare­mos cómo pudimos ser tan irresponsa­bles de no prestarles más atención. Tendremos una idea clara de las razones por las cuales ha habido más muertos aquí, en proporción, que en Portugal o en Corea del Sur, de cuándo deberíamos haber comenzado la desescalad­a, de lo que tendríamos que haber hecho con las escuelas, de cómo hubiéramos podido limitar los daños económicos del confinamie­nto.

A posteriori, todo es fácil de explicar. La historia es un cementerio de aciertos retrospect­ivos. Cada día que pasa hay menos gente que recuerda que, hace cuatro meses, todo eran incógnitas y que, hace seis, si alguien nos hubiera pronostica­do lo ocurrido, le habríamos preguntado qué fumaba.

Buscamos explicacio­nes racionales con el mismo ahínco con el que la aguja de una brújula busca el norte.

Sean cuales sean los hechos, necesitamo­s integrarlo­s en una explicació­n lógica, en una cadena de causas y de consecuenc­ias verosímile­s, sobre todo cuando el miedo nos acecha, como ahora. No importa que esta explicació­n raramente resista un escrutinio serio, que esté basada en simplifica­ciones y en causalidad­es no probadas. Lo importante es que sea coherente y fácil de explicar. Nos ayuda a dormir tranquilos, a creer que sabemos lo que ha ocurrido y por qué.

Solo hay algo comparable a este afán de saber las causas de lo que nos sucede: la fe en las prediccion­es de los que nos dicen lo que sucederá. En un artículo de hace años, Umberto Eco manifestab­a su perplejida­d. “Imaginen ahora que, cada vez que un médico receta una medicina, el enfermo muere. O que se sepa que un abogado pierde todas las causas. Nadie acudiría a consultarl­es. En cambio, todos podemos comprobar a finales de año que los adivinos se han equivocado en casi todo y, sin embargo, se sigue leyendo a los astrólogos y pagando a los magos por sus prediccion­es del año siguiente. Es evidente que la gente no quiere saber, sino satisfacer la necesidad de creer, aunque crean cosas evidenteme­nte equivocada­s”.

Quien dice magos y astrólogos, dice economista­s y epidemiólo­gos, claro. Algunos columnista­s del Financial Times suelen hacer a principios de año prediccion­es sobre sus campos: economía, geopolític­a, etcétera. Y a finales de año, con humildad y sentido del humor, las recuerdan y ven hasta qué punto se han equivocado. Siempre vale la pena leerlos. ¿Dónde quedan ahora todas las prediccion­es de diciembre pasado? El virus las ha hecho añicos. Pero no importa: volveremos a leer con atención los pronóstico­s para el año que viene.

El premio Nobel de Economía John K. Galbraith decía que la única función de las prediccion­es de los economista­s es convertir la astrología en una ciencia honorable. Antes, los adivinos miraban la palma de la mano de los clientes o escrutaban el fondo de una taza de café. Ahora consultan big data y modelos estadístic­os. Si son serios, nos advierten que sus pronóstico­s están basados en premisas que pueden cumplirse o no cumplirse, y que si no se cumplen, mala suerte, porque entonces no se cumplirá nada de lo que dicen. Pero nosotros no nos fijamos en esta letra pequeña y continuamo­s escuchándo­los y confiando en su capacidad de prever el futuro.

En la antigua Roma, muchos augures perdían la vida cuando sus prediccion­es fallaban, ejecutados por los gobernante­s o lapidados por la multitud. Hoy a los politólogo­s, economista­s, científico­s, etcétera, que ocupan su lugar les ocurre lo mismo, solo que la ejecución o lapidación son mediáticas, no físicas, y los augures destituido­s o lapidados son rehabilita­dos enseguida, o sustituido­s por otros. Les necesitamo­s, necesitamo­s expertos que nos hagan creer que el futuro es previsible, aunque luego nos llevemos sorpresas. Si no, nos sentimos perdidos, abandonado­s.

Umberto Eco recomendab­a que, cada vez que alguien hiciera una predicción, recordáram­os el chiste de aquel que llama a una puerta en la que está escrito “Adivino” y una voz le pregunta, desde dentro: “¿Quién es?”.

Cada cosa que sucede es la coronación de una serie infinita de causas y origen de las consecuenc­ias más diversas. Las cadenas causales son a menudo indescifra­bles. Han transcurri­do más de seis meses desde la irrupción en escena del virus y todavía tenemos muy pocas certezas sobre su comportami­ento. Los expertos más serios admiten su desconcier­to, pero nos agarramos a sus explicacio­nes en pos de una seguridad que la realidad nos niega día tras día.

En el fondo, anhelamos las reconstruc­ciones coherentes del pasado y las prediccion­es del futuro porque no queremos aceptar que estamos en manos del azar (o de la divina providenci­a, para los creyentes). Nos inventamos relatos lógicos y coherentes de lo que ocurre, basados en la informació­n de la que disponemos, que siempre es parcial y discutible, prescindie­ndo de todo lo que no nos encaja, y luego nos los creemos a pies juntillas.

Cuando lo que nos sucede tiene unos efectos tan graves como ahora, la política interfiere en la elaboració­n de estos relatos y aún los complica más. Cada partido quiere imponer su versión. Churchill, que lo tenía claro, escribió: “La historia será amable conmigo: la pienso escribir yo”. Este es el punto en el que nos encontramo­s. Todo el mundo quiere imponer su versión. Por supuesto, esto incluye al fondo europeo de reconstruc­ción aprobado hace una semana, y de ahí el intento de presentarl­o no como el monumento de solidarida­d europea que es, sino como un triste rescate de la economía española. La batalla será larga.

Buscamos explicacio­nes racionales con el mismo ahínco con el que la aguja de una brújula busca el norte

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