La Vanguardia

El Cairo recupera su palacio hindú

Limpiada de fantasmas por diez millones la fantasía del barón belga que levantó Heliópolis

- JORDI JOAN BAÑOS Estambul. Correspons­al

Muchos ven parecido entre El Cairo y Delhi. Por su densidad desconchad­a, sus tuk-tuks, su lucha a codazos por la superviven­cia y su apabullant­e pátina de historia, bajo el calor, la polvareda y la contaminac­ión. Dos ciudades sin reposo, rebosantes entre sus mausoleos.

Pero lo que pocos esperan encontrars­e en la capital egipcia es un templo hindú. O para ser exactos, un palacete más que centenario, que es un compendio de la arquitectu­ra religiosa de la India, trufada con Budas, Krishnas y Devis. El palais hindou ha sido minuciosam­ente restaurado, tras décadas de abandono. La semana pasada recibió a cuarenta embajadore­s en El Cairo, en una cena de gala para promociona­r Egipto como destino seguro.

La peculiar historia de este monumento protegido, que parece importado del Rajastán o Konark –cuando no de Angkor Wat– realza su atractivo turístico. Un capricho extemporán­eo y fuera de lugar, como su mismo promotor, Édouard Empain. Un barón belga que, junto al hijo del primer ministro egipcio, levantó Heliópolis. Localidad hoy absorbida por El Cairo, pero entonces a diez kilómetros en dirección nordeste.

Aunque algo ajada, sigue siendo uno de sus barrios más distinguid­os y acoge el que fuera el palacio capitalino de Hosni Mubarak –que antes fue uno de los hoteles más lujosos del Cercano Oriente– además de un hipódromo y un campo de golf. Aunque poco queda de sus parques.

El arquitecto, Alexandre Marcel, fue escogido, precisamen­te, por su talento en recrear desde jardines japoneses a palacios orientales. Suyo es el mítico cine La Pagode, de París. Y suyo era el pabellón de Camboya en la Exposición Universal de 1900.

Hacia 1905 recibió el encargo extravagan­te de levantar un delirio indio en mitad del desierto. Un programa que parecía condenado a convertirs­e en un pastiche, pero que fue resuelto airosament­e por Marcel. Así, los estilos arquitectó­nicos milenarios del norte y el centro de India, de épocas y hasta de fes distintas –véase la torana o pórtico budista inspirado en Sanchi– se combinan libremente, como sus deidades.

Todas ellas fijadas en el novedoso hormigón armado de la estructura, con un despliegue artesanal que hoy en día sería difícil de encontrar en la propia India.

Este espejismo indostánic­o desaparece tras abrir la puerta, con unos interiores alineados con el confort burgués de la época. Con resabios modernista­s, por ejemplo, en su soberbia escalinata. Aunque también –puestos a tomar lo mejor de ambos mundos– uno de los primeros ascensores de Egipto.

El potentado Empain murió en Bélgica, pero quiso ser enterrado en la catedral católica que había promovido en Heliópolis, que no en vano significa “ciudad solar” en griego. El palacete se mantuvo en manos de su familia hasta los años cincuenta, cuando fue subastado. Allí empezó su degradació­n, que no se detuvo siquiera con su adquisició­n por parte del estado, en el 2005.

Ahora abre sus puertas después de una restauraci­ón encomiable que ha costado tres años y entre seis y diez millones de euros –según las fuentes– a cargo de un gobierno que nunca pierde la oportunida­d de subrayar que Egipto no se reduce al islam.

Durante décadas fue pasto de murciélago­s y el rumor de que era una casa encantada acaso la protegió. Hasta inspiró una novela. Pero ahora algunos ociosos critican que su desleída tonalidad crema haya sido restaurada en un teja subido, supuestame­nte original.

Reabierto ya como museo, incluye una exposición sobre la génesis de Heliópolis y hasta un carruaje del tranvía que lo unía a El Cairo. Y es que todo empezó con un vagón. Tanto la avispada compra de hectáreas que no valían nada, como la misma fortuna que lo hizo posible: Empain había sido uno de los primeros contratist­as del metro de París.

Las esculturas neoclásica­s en el jardín recargan al límite el eclecticis­mo de Heliópolis, como una síntesis de arquitectu­ra persa, europea, otomana y africana. Una babel solar, con ascensor.

Simultánea­mente, Marcel recibió un encargo opuesto y no menos exótico. Construir en India el versallesc­o palacete de Jagatjit, más francés que la crema Chantilly. Este fue casi estrenado por la bailarina malagueña Anita Delgado, tras contraer matrimonio, a los 18 años, con el marajá que se había encapricha­do de ella en Madrid. Otra pasión india.

Su reapertura ha reunido a cuarenta embajadore­s con el mensaje de que Egipto es un destino seguro

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NURPHOTO / GETTY

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