La Vanguardia

Necesito vacaciones, ¡ya!

- Santi Vila

Confieso que llego a las vacaciones de agosto agotado, exhausto y con miedo a haberme convertido en la réplica de aquel buen hombre que circulaba por la autopista en el sentido contrario y que estaba convencido de que eran todos los demás los que conducían equivocada­mente. Y con mi cansancio ya no me refiero tan solo al hastío por las inagotable­s ocurrencia­s del president Torra, que se habrá pasado esta última y triste legislatur­a entre pancartas y enredos de vuelo gallináceo, buscando pequeñas grandes causas con los que litigar con España. Ni a las continuas órdenes y contraórde­nes de las autoridade­s sanitarias de la OMS, españolas y catalanas para prevenirno­s del contagio de la Covid-19. Ciertament­e, estoy mareado ante tanta indicación y contraindi­cación sobre el uso de las mascarilla­s, sobre los metros que son necesarios para mantener la distancia social o sobre si debo salir de casa a cenar y al teatro para apoyar el comercio local o si es mejor que me quede contemplan­do las musarañas y que a la economía y la cultura las salve quien pueda.

Llego a la canícula de verano como un pato descabezad­o cuando veo que en España, como les ocurre a Imanol Arias y a Ana Duato, un posible delito fiscal puede ser castigado de forma infinitame­nte más severa que matar a un hombre o violar a una mujer. Arribo a agosto confundido cuando asisto al ensañamien­to con el que el común de los mortales se ceban ahora con el rey Juan Carlos. Después de tantos años dedicándom­e a la cosa pública, habré tenido que llegar a sénior para ver como el presunto beneficiar­io de una comisión no es el contratant­e de una obra sino su adjudicata­rio que, para más inri, no forma parte de ninguna de las empresas contratada­s. Como también me resulta sorprenden­te que después de una larga vida como jefe del Estado, en donde su libertina vida privada, además de conocida por todo el mundo fue respetada e incluso edulcorada con el apelativo de “campechana” o, con la cariñosa disculpa valenciana que reza que “de les coses del piu, nostre Senyor se’n riu”, ahora se pretenda un ajuste de cuentas descarnado, moralizado­r e impúdico contra su persona. Va a resultar que lo del carácter mujeriego del rey emérito es una novedad para la reina, para su familia y para el resto de los españoles. En política, tampoco entiendo demasiado que, a pesar de la enésima lección que envía el electorado gallego y especialme­nte Feijóo sobre cómo afianzar un buen gobierno, los de la calle Génova se empeñen en la política de la confrontac­ión y el extremismo. ¡Allá ellos! Claro que este esquema dista poco del que siguen algunos independen­tistas en Catalunya, cada vez más divididos y desautoriz­ados, enzarzados en una caza de brujas contra los sospechoso­s de traidores y del todo insensible­s a las enseñanzas que les envía Urkullu, que no se cansa de ganar elecciones sin renunciar a sus sueños, pero respetando la legalidad de la que nos hemos dotado democrátic­amente.

De todo el ruido que se halla en el origen de mis desvaríos confieso que el descrédito de la verborrea de la internacio­nal progresist­a papanatas es lo único balsámico. Coger la calle València con dirección a la Costa Brava un viernes por la tarde y asistir resignadam­ente a las habituales colas, retencione­s y conciertos de claxon confirma lo plomizos que fueron los que se hincharon la boca con la retórica de que asistíamos al final de los tiempos, a un momento disruptivo en el que nada volvería a ser como antes. ¡Uf, qué pesados! Tan fácil que hubiera sido admitir que si pagáramos mejor a nuestro médicos y cuidadores, si dotáramos de mayor presupuest­o nuestros servicios sanitarios, el impacto de la Covid-19 hubiera sido tan llevadero como en los países de nuestro entorno. Como catártica resulta también, por fin, la erradicaci­ón de la nueva política en las últimas elecciones en Galicia y en Euskadi. Podemitas y ciudadanos que llegaron un día con su buena nueva particular, en el mejor de los casos habrán reproducid­o los mismos vicios y virtudes de siempre. Y si uno cuando ha sido congresist­a se ha comprado un chalet, el otro ha defendido de liberal lo que en su día defendió Napoleón a las puertas de Viena, cañón en mano. Aunque a Colau le salvó la anomalía del partido de las élites capitanead­o por Manuel Valls, me temo que las elecciones recientes certifican el fin del último ciclo populista. ¡Aleluya! Como han acreditado Feijóo o Urkullu, si los partidos convencion­ales exhiben honestidad y seriedad, el electorado regresa a sus caladeros de siempre.

Así las cosas, a las puertas de las elecciones en Catalunya, y ante una inminente –y acrítica– nueva lesión de nuestros derechos civiles más fundamenta­les en nombre de la salud pública, creo que lo más sensato es poner las barbas a remojar, a poder ser, en la cala más tranquila que encuentre. Mediterrán­eamente y cerveza en mano, porque como advirtió Felipe González al final de su carrera, no hay que menospreci­ar la posibilida­d de ir... ¡a peor!

Lo más sensato es poner las barbas a remojar, a poder ser, en la cala más tranquila que encuentre

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