La Vanguardia

La fuente de la reina y la esclava

- Teresa Sesé

El pasado mes de septiembre, mucho antes de que se incendiara el mundo, la artista Kara Walker levantó en la Sala de Turbinas de la Tate Modern su Fons Americanus, una imponente fuente pública al estilo de las de la Piazza Navona de Roma. En lo alto del conjunto, alzándose trece metros sobre el suelo, una Venus afrocaribe­ña de grandes caderas y con la ropa semiarranc­ada arquea su cabeza hacia atrás, chorreando agua de sus pezones y de su cuello cortado. El agua, como si fuera sangre, chapotea sobre un mar infestado de tiburones donde un hombre negro navega a la deriva en una barca de remos y un niño trata de mantenerse a flote con un triste tubo de buceo. Y, entre las muchas figuras que la pueblan, un grotesco capitán tan henchido de orgullo que la ropa le queda ridículame­nte estrecha, una Pietà en la que un padre sostiene el cuerpo de su hijo con la cara destrozada, la reina Victoria sonriente con un hombre escondido entre sus faldas o un tronco de un árbol del que cuelga una soga, testigo silencioso de una historia de linchamien­tos. La fabulosa intervenci­ón de la artista norteameri­cana cuenta con una segunda pieza, que es una imagen desgarrado­ra de la vulnerabil­idad frente a la violencia racista: una escultura en forma de ostra cuyo interior, en lugar de una perla, esconde la cabeza de un niño negro de ojos suplicante­s ahogándose en el charco de sus propias lágrimas, que gotean sin cesar a través de sus mejillas.

Para levantar su Fons Americanus, Walker se inspiró en otra fuente, el Queen Victoria

El sarcástico monumento de Kara Walker en la Tate nos enseña que cada uno de nosotros elige lo que recuerda y lo que quiere olvidar

Memorial, situado frente al Palacio de Buckingham, transformá­ndola en una diatriba feroz contra la colonizaci­ón, la supremacía blanca, el comercio de esclavos, y los monumentos que lo celebran. Leo que esta semana la instalació­n vuelve a estar expuesta a los ojos de los visitantes de la Tate. Me impresionó cuando la vi el pasado otoño en el museo londinense y me impresiona ahora pensar en todo lo que ha sucedido mientras ha permanecid­o confinada, participan­do en el debate de lo que estaba ocurriendo en la calle para un público inexistent­e. La muerte de George Floyd a manos de la policía, tan desarmado como su niño llorón, la furia del movimiento Black Lives Matter y el derribo de estatuas de traficante­s de esclavos.

Me quedo con la curiosidad de saber qué opina Walker sobre la destrucció­n de monumentos que glorifican historias traumática­s, si piensa que debemos bajar del pedestal a unos para subir a otros. Pero estoy segura de que todos saldríamos ganando si su sarcástico y brutal monumento tuviera una segunda vida en el espacio público. La imaginació­n es un arma poderosa para cuestionar a quién y qué honramos, y para cambiar nuestros puntos de vista sobre la historia. Porque, como nos desafía ese niño que trata de emerger de su charco de lágrimas, cada uno de nosotros elige lo que recuerda y lo que quiere olvidar.

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