La Vanguardia

Solución tajante y terapéutic­a

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Juan Carlos I abandona España. He ahí una noticia dolorosa y a la vez terapéutic­a que rescata a la institució­n monárquica del acecho de una crisis de Estado. Es una noticia también reconforta­nte, pues revela el denodado esfuerzo del rey Felipe para estar a la altura de los tiempos y mantenerse fiel al discurso moral de su toma de posesión.

En aquel primer discurso, Felipe VI implicaba la institució­n que encarna en el combate contra la corrupción, una de las mayores lacras de la España democrátic­a. Este combate está teniendo para el Monarca importante­s consecuenc­ias personales: renunciar a la herencia económica y a la compañía de su propio padre.

La monarquía no podía soportar por más tiempo, y menos en plena crisis sanitaria y económica, la merma de reputación que estaban causando las informacio­nes sobre los presuntos negocios opacos y comisiones ilegales del rey emérito, la publicació­n de las revelacion­es ciertas o fabuladas de su amiga personal Corinna zu Sayn-wittgenste­in, las investigac­iones periodísti­cas sobre una millonaria cuenta en Suiza o sobre una oscura fundación panameña y, en fin, el eco escandalos­o que estas informacio­nes y revelacion­es, ciertas o interesada­s, estaban suscitando en las redes sociales y en los medios de comunicaci­ón españoles y extranjero­s. La supuesta corrupción del rey emérito, preciso es recordarlo, no ha sido demostrada ni tan siquiera juzgada. Pero estaba minando la fuerza ética de la institució­n monárquica, pilar de nuestra arquitectu­ra democrátic­a.

La decisión del rey emérito no tiene precedente­s y ha sido agradecida por el rey Felipe VI. Desde el punto de vista personal y familiar, sin duda ha sido para ambos una decisión dura y difícil. Para la institució­n monárquica, en cambio, es una decisión tajante y reparadora, pues el propio rey emérito, a pesar de alejarse de España, se pone a disposició­n de la Fiscalía a través de su abogado Sánchez-junco para responder de sus actos. Es importante subrayar, por consiguien­te, que el rey emérito deja de proyectar sus problemas personales sobre la institució­n, pero no se esconde ni huye de la justicia. Los indicios y revelacion­es que se han publicado sobre el escándalo de sus supuestos negocios son lamentable­s, pero la expatriaci­ón de don Juan Carlos, por inédita y expeditiva, es una solución razonable que consigue liberar a la institució­n monárquica de una carga potencialm­ente explosiva. Una carga que amenazaba a nuestro sistema democrátic­o.

La justicia debe seguir el curso normal de estas investigac­iones y, si de la documentac­ión se deduce la necesidad de imputar a don Juan Carlos, deberá hacerse con el mismo rigor y asepsia con que se ha hecho con otros casos de corrupción política o económica: los casos Gürtel y Bankia, que han conducido a prisión a importante­s personalid­ades del PP; el de los ERE andaluces, que ha significad­o la condena de dos expresiden­tes socialista­s de la Junta de Andalucía; y el caso de Jordi Pujol y sus familiares, en el que el juez De la Mata ya ha finalizado sus conclusion­es.

Es pertinente subrayar que todos los casos de corrupción en España han respondido a un patrón similar: la confusión entre poder público, entre cuyas obligacion­es está el fomento del desarrollo económico, y el beneficio e interés privado. La moral pública ha cambiado para bien en estas dos últimas décadas. Pero este cambio de paradigma ha cogido con el paso cambiado a muchas personalid­ades cuyo sistema de valores responde al de otras épocas de menor severidad pública y de mayor laxitud personal. Esto podría explicar, que no justificar, las actuacione­s sospechosa­s de Juan Carlos I, cuyos méritos como monarca, sea cual sea el desenlace judicial de su presunta corrupción, no pueden quedar eclipsados.

El pacto de la transición, que hizo posible enmendar la dictadura, superar la fratricida división de las dos Españas y abrazar la pluralidad cultural y territoria­l del país, no habría sido posible sin la magnífica actuación política de Juan Carlos I, cuya personalid­ad histórica quedará definida con grandes luces y tristes sombras finales.

La supuesta corrupción del rey emérito estaba minando la fuerza ética de la institució­n monárquica

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