Los fantasmas del cine Astoria
No es casual que me atreva a parafrasear al maestro Marsé con mi título, habidas cuentas de que el homenaje al cine Roxy implícito en el suyo es trasladable a todos cuantos, entre los amados fantasmas del cine clásico, dejamos los mejores gnomos de nuestra memoria. Algo parecido vengo haciendo yo hace desde años en mi propia novelística, y ahora que el soberbio cine Astoria va a cerrar sus puertas -o va a convertirse en otra cosa que ya no me concierne- ahora caigo en la cuenta de que en mi novela “El día que murió Marilyn” representaba los sueños dorados de mis infantiles protagonistas encarnándolos en la fabulosa decoración del vestíbulo para el estreno de la “maravilla en technicolor” de Walt Disney La Cenicienta. Corría la Navidad de 1951 y aquellos niños veían el primer árbol de Noel -así lo llamaban- de sus vidas. Lo mismo yo en la mía. Y mucho debió impresionarme -por no hablar de la divina película-, mucho me haría soñar para que le dedicase tantas páginas, testimonios de un anhelo común a toda mi generación. Pero no oí en aquel cine lujoso las mágicas invocaciones de la simpática hada madrina -”para lograr un gran amor / bidi-biba-bibidu”-; tuve que regresar a las callejas que rodean el Peso de la Paja y esperar a que los personajes de Disney impartiesen, desde la pantalla del Goya, su mensaje esperanzador: “Soñar es desear la dicha de nuestro porvenir. / Lo que el corazón anhela un sueño lo hará realidad”. (Si fue el Goya o no puede decirlo mi hermana; ella es más sabia y muy dada a confirmar datos. Yo mezclo las innúmeras veces que repetí La Cenicienta en los locales adscritos a mi geografía sentimental: Céntrico, Rondas, Central, Padró, Argentina, Atlántico, Condal y Florida. De todos ellos sólo funciona éste último, y aún sin asomo de su estructura original.)
El Astoria fue, pues, cine distante, soñado en la lejanía; como esos barrios que se nos prometían emporio de riquezas, sin duda exageradas desde las estrecheces de la calle Ponent. Por fortuna, el entrañable Carlos Mir i Andreu, “peterpanesco” soñador de barrio más fino, publicó esta misma semana una carta muy emotiva, donde nos recordaba las excepcionales horas que pasó en el cine de la calle París y recuperaba para los anales de la memoria algunos títulos que no tuvieron ni tienen desperdicio: Sólo ante el peligro, Pandora y el holandés errante, La reina de África, Candilejas... Con razón dice Carlos, al referirse a las diminutas salas multicine con sus pantallitas de estar por casa: “Quizás las películas de ahora no se merezcan las salas de antes”. Con excepciones, claro, porque hoy, cuando el cine es bueno es mejor que cuando era soñado. Sólo que en pocas ocasiones se decide a ser bueno.
El cine Astoria me devuelve también el recuerdo de dos grandes personajes a quienes tuve por amigos y maestros: Néstor Almendros y Ángel Zúñiga. ¡Qué privilegio haberles conocido! Ya he contado en mis memorias el impacto afectivo e intelectual que me produjo el conocimiento de Néstor, el día que regresó a Barcelona, exiliado de la Cuba castrista.
Un hombre que ha sufrido dos dictaduras tenía que recordar forzosamente los sueños que le ayudaron a soportarlas, y estos vinieron una vez más de la mano del cine. Se emocionó mucho al pasar por el Astoria, porque allí, en su adolescencia, había formado su gusto cinematográfico gracias a las sesiones que organizaba Zúñiga (lamento no saber si había otros organizadores y, de haberlos, les pido disculpas por mi ignorancia). Según la revista Cinema de marzo de 1947, las sesiones empezaron el veintiocho de este mes y a lo largo de los que siguieron pudieron verse títulos como Las perlas de la corona (Guitry), Fanny (Pagnol), Horizontes perdidos (Capra), Luz Azul con Leni Riefensthal, Les visiteurs du soir (Carné) y clásicos del cine expresionista como El Gabinete del doctor Caligari, para citar sólo algunas de las que se exhibieron siempre o casi siempre en versión original. Bendición ésta que no tiene precio.
Era una programación a todas luces excepcional, un desafío para la época y sus circunstancias políticas, ya que algunos de estos títulos (como el de Carné) no llegaron a estrenarse comercialmente. El impacto sobre el joven Almendros es comprensible, del mismo modo que sigue siendo obligada la siguiente pregunta: ¿cómo es posible que en esta ciudad nuestra, donde se presta atención a tantos gilipollas, no se ha haya pensado seriamente en reivindicar la memoria de Ángel Zúñiga?
La esclavitud a la tiranía del tiempo sigue marcando los caminos del cinéfilo. Cuando Néstor asistía a esas sesiones, yo era un niño orejudo que se extasiaba con Jeromín, Kim de la India y Mujercitas. Me siguen gustando, dicho sea de paso. Y con locura. Porque el niño que hubo en mí no ha muerto ni morirá jamás, ya sea a la hora de apreciar el inconmensurable arte (!) de María Montez -de quien dicen los malignos que fue la peor actriz del mundo-, ya a la hora de darme por el berrinche y la impertinencia porque me sale de los huevecitos. Eso sí, soñando todavía con el árbol de Navidad del cine Astoria y los inmortales ratoncitos Gus Gus y Jack y el perro Bruno y el malvado gatazo Lucifer y todo el delicioso, entrañable, zoológico de la época en que en el paraíso de los dibujos animados todavía mandaba Walt Disney y no los técnicos de informática.
Tardé años, muchos años en pisar el cine Astoria. Por ser cine de ricos, mis recuerdos se quedan en su compañero de programación, el Cristina, que me salía más barato y además en la general, jamás en platea. Empezaban a irse al traste los años cincuenta, y el consultorio de Mister Belvedere en Fotogramas, las críticas de Josep Palau en Destino y el programa radiofónico y también el cineclub de Jordi Torras y Esteve Bassols me enseñaban semanalmente que a los quince años uno tiene que empezar a saber qué sucedió en la inquietante ciudad de Metropolis y qué suerte le esperaba a Blanche du Bois cuando tomó aquel tranvía de Nueva Orleans que nunca debió tomar. A los esforzados cineclubs de la época debo la magnífica, luminosa revelación de que el cine puede ser un arte, además del horripilante comedor colectivo de palomitas en que se ha convertido hoy. Pero ya dije que nunca dejé morir al niño, y así, a pesar de mi apreciación de la obra de Kazan o Murnau no dejaba de ver varias veces seguidas El príncipe Estudiante -Ann Blyth era simpatiquísima: espero que estén de acuerdoy hasta imaginé que me raptaba el mismísimo Sir Wilfrid de Ivanhoe (no se ha hecho justicia a Robert Taylor, que era estupendo: espero que no me lo nieguen).
Pero la memoria se remueve en exceso y, sin darme cuenta, me estoy yendo al Tívoli cuyas fachadas eran el asombro de Damasco. Regresemos al Cristina, que es como regresar al Astoria. No recuerdo mayor emoción que la que me embargó viendo La gran prueba , de Wyler, epopeya espiritual de alto riesgo.
Casi morí de un infarto con el soponcio de Vera Clouzot al final de
Las diabólicas -la de verdad, no la nueva-, y otra tarde, sin haber tenido ocasión de conocer a la Marlene clásica -hacía años que habían caducado los derechos de explotación de sus grandes hitos- quedé fascinado ante la revelación de la auténtica grandeza cuando ella engañó al mismísimo Charles Laughton en
Testigo de cargo. También recuerdo Los vikingos, uno de los mejores filmes de aventuras jamás rodados: asistí a su proyección matinal -también más barata- con un dolor de muelas de los de antes; es decir, una carnicería que intenté combatir con un polvillo dulce llamado Propyren. Me sentí curado con el tercer paseo de la nave de Kirk Douglas por los fiordos noruegos. Porque en esas cosas de curar dolencias, el cinematógrafo siempre pudo más que los medicamentos y aún que la reputada piscina de Lourdes: atrapados en las redes de la ficción, llegábamos a olvidar en algunos momentos incluso el dolor de ser adolescente. Si esto no es un milagro, que baje Máter Marilyn y lo vea.
¡Caray con los amados cines de nuestra vida! Munsó Cabús escribió un libro maravilloso, que tuve el honor de prologar. Se llama Els cinemes de Barcelona y lo recomiendo encarecidamente, no por mi prólogo, donde digo lo de siempre, sino porque Joan ha reunido una cantidad de información que constituye uno de los tesoros imprescindibles de la reciente bibliografía cinéfila. Se elogia el estilo racionalista del cine Astoria, que en su momento yo no estaba capacitado para apreciar, y se especifican las diversas etapas de programación alterna con otros locales de gran alcurnia -el citado Cristina y, en otra ocasión, el Fémina feudo de la Fox. Hay mucho más, naturalmente, y algún lector podría decir que cometo algún desliz de información. Habiendo especialistas, yo me limito a ser, como Carlos Mir, el corazón del cinéfilo. Y ya se sabe que este corazón tiene sus razones que ninguna otra razón comprende jamás. Entre ellas la que nos lleva a pensar que, al igual que ocurre con los amigos, cuando un cine muere se lleva consigo un pedazo de nuestra vida.
“El cine Astoria me devuelve el recuerdo de dos personajes a quienes tuve por amigos y maestros”